Por Hyranio Garbho
Relatos del año 3000
En un apartado rincón de la tierra, no hace mucho tiempo, existió una isla en la que unas gentes sencillas adoraban un curioso símbolo llamado Solvástika. El origen de esta veneración y la procedencia de este símbolo, parece habérsenos perdido en la noche de los tiempos. Algunos decían que la "Solvástika" había sido un antiguo símbolo superviviente de las culturas que habitaron el planeta antes de la Tercera Gran Guerra, cuando todavía el hombre solía usar unos papelitos verdes como medio de intercambio. Otros creían que se trataba de un símbolo creado por los primeros habitantes de la Isla para reverenciar al Sol, padre de todas las bienaventuranzas. Después de todo, el parecido de la "Solvástika" con el Sol siempre supuso mucho más que una formal coincidencia en el nombre. El símbolo parecía imitar la rueda solar en su clásico desplazamiento anual y era evidente que el prefijo “Sol” hacía referencia a esta estrella, que no se cansaba de iluminarnos con su luz, y dotar de vida a todas las cosas del planeta.
De cualquier modo, lo cierto es que en algún momento de
la historia, la gente de la isla dejó de adorar este símbolo y lo reemplazó por
uno muy curioso, un ícono pseudo-religioso que llegaría más tarde a imponerse
bajo el nombre de "el Horca" (por representar en sus trazos más
sencillos la imagen de una "Horca").
Cuenta una vieja leyenda que el origen del símbolo
de la Horca está ligado a la historia de un oscuro proceso judicial. En
tiempos de antes de la Tercera Gran Guerra, cuando la ciudad llamada
"AMOR" ya no era lo que solía ser, una gran cantidad de bocones,
profetas y charlatanes arribaron al Gran Imperio. Con ellos llegó una
suerte de intranquilidad y desconcierto social que provocó más de algún
disturbio. Nada, en todo caso, que hiciera tambalear al ya debilitado
Imperio. Los pequeños desórdenes y alborotos eran siempre controlados y
tratados como meros asuntos de policía local; aunque ciertamente la suma de
todos estos pequeños jaleos generaban una molestia no menor para las
autoridades del Estado. Uno de estos alborotadores y delincuentillos, que
disfrazaba todo su resentimiento contra el orden establecido en la forma de una
nueva doctrina, fue quien dio origen a la veneración del símbolo de la
"Horca". Su nombre, según cuenta la leyenda -aunque nada de esto
podemos precisar- era Iessu, oriundo de una ciudad hoy desaparecida, llamada
Nataret, un lugar perdido en el continente allende Solvástika[1].
Iessu de Nataret era, como todos los bocones y
charlatanes de aquellos días, un inconformista de su tiempo, un hombre reñido
con las leyes y las instituciones de su época. Se dice que habría tenido
muchos seguidores (nada de esto, no obstante, se ha podido comprobar) y que
habría predicado sin ambages una doctrina del amor y de la paz
universales. A nosotros, por cierto, nos es muy difícil corroborar estas
informaciones; aunque algunas de ellas nos resultan menos inverosímiles que
otras. Por ejemplo, el asunto de si predicó o no una doctrina del amor y
de la paz universal nos resulta plausible de creer, pues no entraña ninguna
novedad. Se sabe que hacia finales de la época que precedió a la Tercera
Gran Guerra la gente solía alucinar con este tipo de supercherías
reblandecedoras: doctrinas del amor y de la paz se vendían como el pan caliente
en invierno y, por cierto, siempre había lugar para que algún nuevo bocón la
reinterpretara a su gusto. El éxito de estas doctrinas yacía en la
simplicidad de sus premisas, siempre tan ad-hoc a la particular inteligencia
del pueblo. Jamás contenían cosas que superaran en complejidad enunciados
tales como ‘el cielo es azul’ o el ‘agua moja’. Y siempre se daban
vueltas entre tres o cuatro ideas, las que combinadas ingeniosamente dejaban la
impresión de estar en frente de una nueva doctrina. En ello yacía el
secreto de su éxito. ‘Azul es el cielo’ o ‘el cielo azul es’ podían ser
variantes interesantísimas de las nuevas proposiciones, para las que la gente siempre
estaba bien predispuesta y llana. Pero, como ya dijimos, nunca iban
más allá de esto[2].
Por ello, no resulta difícil aceptar que este Iessu de Nataret haya
predicado, también, doctrinas del amor y la paz del tipo ‘el cielo es azul’ o
‘el agua moja’. Lo que no queda nada claro, eso sí, y cabe, por tanto,
explicarlo en estas hojas, son las circunstancias de su muerte, la cual habría
dado origen a la veneración del símbolo de la Horca.
Lo primero que hay que subrayar, al respecto, es que
antes de la venida de este predicador, la Horca no constituía un símbolo, en lo
absoluto, de nada. Pero, si se la hubiera usado como símbolo de algo, no
nos asiste la menor duda que habría sido utilizada como un símbolo del horror y
la vergüenza. Y esto es porque la Horca, en cuanto es un instrumento al
servicio de la muerte, no puede menos que ser un símbolo portador de energías
negativas. En la ciudad llamada "AMOR" la muerte en la Horca
era sinónimo de vergüenza y deshonor; y estaba reservada únicamente a los
criminales de la más baja ralea (En los tiempos inmediatamente previos a la
Tercera Gran Guerra se consideraba como un criminal de esta clase únicamente a
los miembros de una extraña etnia con la que Iessu de
Nataret estaba racialmente emparentado. Se hacían llamar el Pueblo
Elegido de Dios, pero más bien conocidos como los "JUDIDOS", una
palabra variante de la expresión "JODIDO", que en castellano de la
época significaba "estar mal" o "adolecer de algo". Y se
les llamaba así porque esta gente siempre se quejaba por todo, siempre decían
estar "jodidos". No estará nunca demás insistir, por lo tanto,
en el clase de sujetos que tienen que haber sido estos "JUDIDOS" para
que se les haya considerado per se una raza con predisposición mayúscula a la
criminalidad).
Ahora bien, Iessu de Nataret fue juzgado por su propia gente, y condenado por un bizarro
tribunal de la época conocido como el Satedrín. Algunos dicen que este tribunal
había sido fundado por un antiguo patriarca del pueblo de Iessu, un tal Satén o
Satán, líder religioso de una época que nos es difícil precisar. Fue en
honor de este personaje que el tribunal se llamaba Satedrín, (Satadrín o
Satandrín según otras variantes de la misma). En todo caso, para lo que
nos importa decir aquí, bástenos con afirmar que Iessu de Nataret fue juzgado
por este Tribunal y condenado a morir como un criminal cualquiera (es decir,
sin dignidad alguna) en la Horca. A partir de este momento, ese
instrumento de la muerte que es la Horca, pasó a convertirse en un ícono de la
esperanza en una vida futura.
Muchas cosas son las que se pueden referir sobre este asunto.
Lo primero es que, pese a la trivialidad de la historia y los hechos que
acompañan a la vida y muerte de este oscuro delincuentillo, no ha podido
hallarse ningún documento, salvo los escritos por sus propios seguidores, que
pruebe, en algún modo, su existencia. Y cuando decimos que no se ha
encontrado ningún documento lo que queremos decir es precisamente eso: NINGÚN
DOCUMENTO. Cosa rara, por decir lo menos, sobre este curiosísimo
personaje. Sobre todo, si se toma en cuenta que los cuatro escritos redactados
por sus seguidores -y que son, en todo caso, los únicos que refieren su
hipotética existencia- nos hablan de él como si se tratase de un gran personaje
de su tiempo, de alguien que habría estado en conexión con las más altas
esferas del poder y cuya presencia, en los noticiarios de la época, no habría
dado lugar a duda alguna sobre su existencia. Cuesta creer, por tanto,
que una humanidad como la de aquellos días, con capacidad de poner por escrito
hasta los hechos más triviales de su época, no haya sido capaz de redactar
SIQUIERA UNA LÍNEA sobre la vida y la obra de este supuesto magnánimo
personaje. Razón suficiente y legítima, por tanto, para dudar de la real
existencia de este adalid de esclavos (que es la opinión que nos hemos formado,
en todo caso, de este Iessu de Nataret). Pero leyenda o no, lo cierto es
que hubo un tiempo, entre nosotros, que duró un poco más de dos mil años, en la
que los hombres adoraron la Horca como símbolo de redención, ignorando casi por
completo el espurio origen del significado de la veneración de este símbolo.
Iessu de Nataret había sido un carpintero de oficio de
origen "JUDIDO". Los "JUDIDOS" eran una tribu de las tierras allende
Solvástika que se habían caracterizado por su notable predisposición a la
porfía, al resentimiento, la envidia, el pillaje, la truculencia, la intriga,
la desconfianza, la deshonestidad, la trampa y el engaño. Vivían
quejándose y lamentándose todo el tiempo por todo; y no perdían jamás ocasión
de dar muestras excesivas de su marcada actitud lastimera, pedigüeña, avara y
usurera. Les encantaba hacerse las víctimas por todo, aunque en realidad
les sentaba mejor el papel de victimarios. Pero el caso es que
victimizarse les había dado, en toda época, grandes dividendos; y por ello
privilegiaban este modo de ser con gran versatilidad. En la época que los
historiadores coinciden en llamar época de la globalización, unos seis o siete
siglos antes de la Tercera Gran Guerra, se dice que los "JUDIDOS" habían logrado
convencer a la humanidad entera de ser las pobres víctimas de la acción
criminal de un pueblo de las tierras del norte, quienes sin motivo racional
alguno, se habrían despachado para el otro mundo a un total de seis millones de "JUDIDOS", por los medios más increíbles que quepa imaginar. Y aunque
nunca pudo hallarse prueba objetiva alguna de este colosal acontecimiento, los
"JUDIDOS" habían logrado hipnotizar a toda la humanidad con el mito de los seis
millones de "JUDIDOS" muertos. Por cierto que esa victimización consciente,
de la que tanto se hablaba en aquellos días, les había traído los más grandes
dividendos de la historia. Por de pronto, con ello se habían agenciado,
para sí mismos, la formación de un prodigioso Estado, en unas tierras que
habían pertenecido por siglos a otro pueblo. Lograron hacer que el país
del norte, a quienes sindicaban como los responsables del Holocuento (que esta
era la forma como llamaban al mito de los seis millones de "JUDIDOS" muertos)
pagara cifras de dinero exorbitantes de reparación por los supuestos crímenes
de guerra, a esta nueva nación de los "JUDIDOS", que, en todo caso, ni siquiera
habían combatido en este conflicto. Merced a las intrigas de siempre,
lograron filtrar la casi totalidad de los gobiernos de los países más poderosos
del mundo, explotando hasta la saciedad el mito de los seis millones de
"JUDIDOS" muertos, y haciéndose por ello un país inmensamente rico.
El nombre real de esta tribu de intrigantes se nos ha
extraviado del todo. Pero algunas fuentes que hemos podido consultar, no
sin dificultades, nos llevan a determinar que los "JUDIDOS", en aquellos días
del mito de los seis millones –época que los historiadores han convenido en
llamar, como ya dijimos, era de la globalización (otros, por razones que no
cabe explicar aquí, la han preferido llamar ‘época de la holiwudisación’)- eran
también conocidos como los "YUDIOS", nombre que les habría sido dado en honor de Yudá, un mago negro de
épocas todavía más lejanas, y por tanto, de tiempos más difíciles de precisar. Iessu de Nataret, el ahorcado, habría sido entonces un Yudío, un nariz de
anzuelo, o langanasú (nariz larga), como le habrían llamado también los habitantes de ciudad conocida como "AMOR".
Aunque esta historia tampoco queda clara y cabe hacer aquí también algunas precisiones.
Los amorianos, de la Ciudad llamada "AMOR", como todo el mundo sabe, fueron aquel
maravilloso pueblo que salvó a la humanidad de la decadencia a la que le había
conducido la globalización. Por esa razón, los "JUDIDOS", a quienes los
amorianos llamaban longanasú (narices largas), les habían odiado y envidiado todo
el tiempo. Se sabe que la globalización había sido una creación "judida" impuesta a la humanidad por medio de ese otro curioso invento llamado
‘economía’ (invento que en los días de la globalización era sinónimo de un endeudamiento
y esclavitud atroz per secula seculorum. No sólo los Estados se
endeudaban: todo el mundo, hasta el más insignificante hijo de vecino vivía
endeudado). Los amorianos habían acabado de un plumazo con esta esclavitud
tiránica que suponía la globalización. Y por ello se habían granjeado el odio
eterno de los "JUDIDOS" (que eran, en todo caso, los únicos que se habían
beneficiado de la esclavitud económica que generaba el sistema de la
neoliberalización –variante eufemística con la que algunos se referían a la
globalización). Es por esta misma razón que los "JUDIDOS" se dedicaron, a
partir de entonces, a esparcir hasta la saciedad, toda clase de conjuros y
maleficios contra los amorianos, sin obtener, por cierto, resultado alguno.
Los amorianos, en realidad, vivían como si los "judidos" no existieran. De
vez en cuando, eso sí, reparaban en lo extraño que era este pueblo. Pero,
en general, no le daban mucha importancia. Como buenas gentes que eran
les habían perdonado todo cuanto habían hecho sufrir a la humanidad entera con
su maldito sistema económico. Pero ello no les impedía tener clara cuenta
acerca de quiénes eran, en verdad, estos judidos. La mayor parte del
tiempo, los consideraban más bien como un pueblo molesto, al modo como puede
llegar a ser molesto, para cualquiera, una comezón en la espalda, o una
piedrecilla en el zapato, o una mosca revoloteando alrededor de uno a la hora
del almuerzo. Pero fuera de esto no les daban mayor importancia, y los
dejaban vivir tranquilos, a cambio, únicamente, de que cumplieran sus
compromisos económicos con el Imperio –porque demás está decir que en los días
en que los amorianos tomaron contacto con los judidos, AMOR, la ciudad, ya era un
Imperio.
Para los judidos, en cambio, los amorianos eran el pan
corriente de cada día. No había otra cosa que les importara más que los
amorianos. Se obsesionaban con ellos noche y día. Y les prometían las
penas del infierno. Por ello, cuando en medio del éxtasis revanchista,
apareció este Iessu de Nataret predicando la paz y el amor incluso para con los
amorianos, los judidos hirvieron en sangre a un punto tal de absoluta
ebullición. No dudaron entonces en hacer con este nuevo bocón aparecido,
lo mismo que unos años antes habían hecho con Jan, el tatuísta (llamado así
porque predicaba una extraña doctrina a las orillas del río Jodán o Nomejodán[3],
donde se sentaba en una cómoda silla de playa y se las dedicaba el día entero a
tatuar a todo tipo de hippies, marihuaneros, pacifistas y cuanta mierda
miserable excéntrica, llegada de todas parte del planeta, se le
acercara). Este tatuísta había sido, lo mismo que el ahorcado (esto es, Iesús de Nataret), un bocón de moda en esos días. Pero a diferencia de este
último, la cizaña judida en contra de él, había decretado para el tatuísta una
muerte muy distinta –pero no por ello menos horrible que la que decretarían
después contra el ahorcado-. Contra el tatuísta el método para acallarlo
consistió en cortarle la cabeza. Lo cierto es que cuando apareció Iessu en la escena pública de los judidos, a juzgar por los relatos que nos
llegan de los cuatro evantrampistas (llamados así por su curiosa obstinación e
inclinación a hacer trampas: uno de ellos, incluso, habría comenzado su vida
adulta como recaudador de impuestos para los amorianos), a juzgar por el relato
de estos evantrampistas, digo, -que, en todo caso, son los únicos que existen-
Iessu de Nataret habría provocado tal escándalo entre sus congéneres, por boconear
la paz y el amor a todo el mundo, incluso a los amorianos, que no habría dejado
de llamar la atención de los miembros del Satedrín –o Satandrín (hay fuentes
que señalan que los miembros de este consejo habrían sido llamados también
Satandrines o malandrines)- quienes no perdieron su tiempo y lo enjuiciaron por
blasfemia, condenándole a morir en la Horca.
Ahora bien, como en aquel entonces Istael (que éste era
el nombre que le daban los judidos a su Estado) era una provincia amoriana, y
los judidos no podían gobernarse por sí solos –y en consecuencia, no podían
ejecutoriar ninguna condena emanada del Satedrín (que a efectos prácticos,
pesaba menos que una hoja echada al viento para los amorianos)- los judidos
llevaron el caso de Iessu a un tribunal de la ciudad de AMOR y lo rodearon, como siempre, de
una cantidad considerable de intrigas. Se trataba de hacer que los amorianos hallaran a Iessu culpable de traición a AMOR, la ciudad: tarea nada fácil de conseguir,
pues Iessu había boconeado abiertamente el amor a los mismísimos amorianos. Pero
acostumbrados como estaban los judidos a tramar intrigas de toda índole y
habiendo desarrollado la habilidad del verbo fácil y la capacidad de
razonamiento intrincado, típico de las naturalezas rastreras, no les costó
mucho poner las cosas de un tal modo que, lo que un principio era, a ojos
vistas de cualquiera, "lealtad", ahora podía ser visto como "traición". Y es
que el espíritu del amoriano, práctico y sencillo como era, no podía fácilmente
contra los intrincados razonamientos y silogismos de la mente abstrusa de los
judidos; y terminaron, por ello, rindiéndose dócilmente, como siempre, a una
lógica que contradecía el más elemental sentido común. Y es que los
judidos eran expertos en dar vueltas las cosas, en poner todo patas para
arriba. Su ámbito natural -el dominio en el que más cómodamente se
movían- era la mente y los frutos monstruosos de la mente (el silogismo
incluido entre ellos). El mismo Iessu de Nataret había sido una clara
muestra de cómo, a través de unos pocos razonamientos intrincados y enrevesados
hasta la aparente simplicidad, un toro podía terminar siendo una vaca, o un
perro podía terminar siendo un pez. Con su natural habilidad para los
juegos mentales y la abstracción -que a los judidos parecía venirles de su
prolongado trato con el comercio y las transacciones de toda índole- los
miembros de esta raza no tuvieron mayor dificultad para convencer al procurador
amoriano de la culpabilidad de Iessu y a éste no le quedó más remedio que
condenarlo a morir ahorcado, por razones que, en el fondo de su corazón, su
sencillez le impedía comprender. Fue así como Iessu fue ahorcado un viernes por la mañana, en presencia de unos cuantos pocos seguidores, a los que, según se dice, les habría prometido regresar. Con la muerte ignominiosa de Iessu en la Horca se inicia la historia de cómo, este horripilante instrumento de la muerte, acabaría finalmente por desplazar a la Solvástika como ícono religioso de los solvastikanianos.
La historia es más o menos como sigue. Una vez que
Iessu desapareció forzosamente de la escena pública de Istael, los judidos se
dieron a la tarea de perseguir a sus discípulos. Y aunque éstos eran
pocos e insignificantes los judidos pensaban que no había que darles
tregua. Les acosarían implacablemente, del mismo modo que ya antes habían
perseguido a los seguidores del tatuísta, y en general, a todo aquel que no
pensara como ellos. Los judidos eran rígidos y pérfidos, y se enseñaban
con todo aquel que osara desafiarlos. Por ello, aunque los seguidores del
ahorcado –conocidos también como ahorquistas[4]-
eran pocos, igual había que perseguirlos, pues nadie que osara desafiar a
Istael debía quedar sin castigo. Para esto, los judidos se sirvieron de
la ayuda de un soplón de primera, uno de los más cualificados agentes para el
espionaje y el contraespionaje, un tal Zaulo de Farso[5],
conocido mejor por su alias como el apóstol Dablo, o Diablo (no podemos
garantizar aquí tampoco la exactitud del nombre). Este pillo, sujeto de
la peor ralea y salido de la más pútrida cloaca, oficiaba de agente secreto
para los judidos, esto es, de soplón a sueldo del Estado (un verdadero delator
profesional). La traición era el dominio en el que mejor se movía. Su
tarea era filtrarse entre los grupos subversivos de la época y practicar la
delación. Se cuenta que entre todos los soplones del Estado no había
ninguno más diligente que él. Algunos piensan que su enconamiento en
delatar le producía tal placer que sólo podía atribuírsele a un profundo
instinto de maldad. Zaulo de Farso era implacablemente cruel contra
quienes dirigía su cizaña y fue por ello que se le encomendó la infiltración de
uno de los grupos más molestos de esos días: los ya conocidos
ahorquistas. Zaulo comenzó su persecución de los ahorquistas de un modo
implacable. Pero he aquí que un día se le dio vuelta de chaqueta y
terminó por convertirse en el más resuelto de los ahorquistas. ¿Cómo fue
que sucedió esto? La historia oficial cuenta que cuando Zaulo fue enviado
a la isla de Solvástika a perseguir ahorquistas una luz le cegó y le
habló de esta forma: “Zaulo, le habría dicho la voz, ¿por qué me
persigues?”. Entonces Zaulo reconoció al instante que esa voz era la voz
del ahorcado. Poco importó entonces, a quienes escrutaron ese hecho,
saber que Zaulo no había visto jamás en persona al ahorcado ¿cómo podía saber entonces que era el ahorcado
quien le hablaba? Lo cierto es que nunca se molestaron en aclarar esta
cuestión y tan pronto como Zaulo recuperó su vista (a los tres días después de
sucedido el hecho que relatamos) dejó de ser un perseguidor de ahorquitas y se
convirtió en el más entusiasta seguidor del ahorcado. Esto es, por lo
menos, lo que cuenta la historia oficial. Pero no es esta la única
versión que existe de estos hechos. Nuestras fuentes nos llevan a
considerar, también, la otra versión de esta historia, ampliamente difundida
entre nosotros desde que los hidleristas, seguidores de un sabio guerrero de
nuestros tiempos llamado Hidler, redescubrieran el valor y el símbolo de la
Solvástika.
Esta es la otra versión de estos hechos. Se sabe que cuando los ahorquistas, todos ellos de raza judida, emigraron del continente a la isla de Solvástika, tuvieron mucha aceptación entre los nativos, quienes les acogieron en sus casas y asimilaron algunas de las ideas de su nueva doctrina. Como no existía en Solvástika la pena de muerte por ahorcamiento los solvastikanianos no asociaron, en principio, el símbolo de la Horca con nada malo. Intuitivamente algunos, eso sí, lo encontraron un poco estrafalario. Pero prontamente no hubo ningún solvastikaniano que dudara en lo absoluto de sus nuevos huéspedes, los ahorquistas. Y es que los nativos de Solvástika eran gentes sencillas, amables, confiadas; limpios de corazón y de espíritu. Con el tiempo, incluso, hubo algunos solvastikanianos que terminaron por convertirse a la religión del ahorcado: en ellos yace el comienzo de la tragedia que vendrá después. Cuando llegó al continente la noticia de que los ahorquistas estaban teniendo éxito en Solvástika, el jefe del Satedrín, un tal Kaipás Malandrín, no dudo en planear una nueva intriga para sacar provecho de esta situación. “Si los solvastikanianos eran gentes tan simples y crédulas como parecen ser -pensó el jefe del Satedrín- quizá sea mejor irse donde ellos e instalarse a vivir allí” Después de todo, ya nada podían hacer contra los amorianos; en cambio, los solvastikanianos ignoraban en absoluto cómo eran ellos, y dada su particular tendencia a confiar, resultaban ser un blanco perfecto para un nuevo engaño. Fue entonces cuando Kaipás Malandrín ideó su malévolo plan. Hizo venir a palacio al más pérfido de sus delatores, el ya conocido por nosotros Zaulo de Farso. Y le dijo: “Quiero que vayas a Solvástika, la isla, y que te hagas pasar por ahorquista, y que prediques allí las mismas supercherías del ahorcado. Quiero que todo el mundo en esas tierras se convenza de que tú eres el más entusiasta de los seguidores de ese farsante. Y ya para cuando eso haya sucedido comenzarás a emborrachar la perdiz de los solvastikanianos, contando verdades a medias, mezclando mentiras con verdad, debilitando en todo su carácter y su moral. Difundirás como si hubiese salido de la boca del ahorcado una nueva doctrina, una doctrina nuestra dirigida para ellos, con el objeto de debilitarlos y convertirlos fácilmente a nuestro antiguo evangelio, el de la usurocracia, que tantos dividendos nos trajo antiguamente, en la época de la globalización neoliberalista, cuando gobernábamos sin contrapeso el mundo, gracias a nuestros bancos, nuestra prensa, nuestra amada holiwud; y nuestro más amado aún sistema financista. Se sabe que los solvastikanianos son gente sencilla y simple, pero también un poco duros de carácter, y apegados sobre manera a la tradición y a sus costumbres. Pues bien, todo lo que prediques en nombre del ahorcado tiene que tener por objeto debilitar sus costumbres y su carácter. Deberás ingeniártelas para que en lugar de la tradición amen los cambios. Para ello promoverás una nueva ideología que llamarás ‘Revolución’ -puedes llamarla también PROGRESISMO. Y la pintarás con los más vistosos colores, de tal manera que se vuelva atractiva a las masas del pueblo, que nunca entienden mucho de nada, y que siempre se dejan llevar únicamente por las impresiones, por aquello que ataca al gusto y al sentimiento. Deberás hacer por tanto que la Revolución sea más atractiva que la Tradición; y para ello identificarás la revolución con el pueblo, y la tradición con los amos. Así nos será más fácil debilitarlos y controlarlos. Y por sobre todo, debes barrer con sus antiguos símbolos; de ese modo, tras unas tres o cuatro generaciones, ya no poseerán inconsciente colectivo alguno desde el que generar resistencias intuitivas hacia nosotros, cuando ya comience a hacérseles patente que les dominamos. Debes cortar de raíz los símbolos que lo unen a sus costumbres y a sus tradiciones, y debes reemplazarlas por símbolos que fabriquemos especialmente para ellos. De ese modo, y aunque en un principio no le hallen significado alguno, nuestros íconos terminarán por neutralizar y bloquear toda su vinculación existencial, cósmica e inconsciente con lo que eran sus arquetipos antiguos. Nuestra historia patria devendrá su historia nacional, y nuestros patriarcas se convertirán en sus héroes. Así, cuando nosotros decidamos irnos para allá, nos será más fácil instalarnos y comenzar de a poco a dominar a los solvastikanianos”. De esa suerte fue que habló el jefe del Satedrín y Zaulo de Farso le obedeció al pie de la letra.
En el camino a Solvástika se convirtió al ahorquismo a través del truco que referimos más arriba. Predicó incansablemente en nombre del ahorcado una nueva doctrina que no le costó mucho recrear, pues las supercherías del carpintero de Nataret eran ya, de por sí, ampliamente debilitantes. Logró expandir por toda la isla las nuevas supersticiones, hasta que llegó el día en que el mismísimo rey de Solvástika se convirtió al ahorquismo. Este rey, célebre por su estupidez (la cual, según se dice, era comparable en grados únicamente con su crueldad), fue quien terminó por completar la obra encomendada, siglos antes, a Zaulo de Farso. Su nombre era Tontantino (llamado así por lo profundamente tonto que era), y fue, en los hechos, el verdadero creador del símbolo de la Horca. Cuenta la leyenda que la noche previa a una batalla decisiva por el trono de Solvástika Tontantino tuvo un sueño. En él vio una gran Horca y bajo ella la inscripción: “Bajo este signo vencerás”. Bastó únicamente esa sujeción onírica para que Tontantino, acrítico como era, se convirtiera al ahorquismo e impusiera en todo la isla la moda de llevar colgado al cuello un collar con una Horca como símbolo de su adhesión a la nueva doctrina. Los solvastikanianos, en realidad, temerosos del nuevo rey –pues sabido es que era cruel en una proporción similar a su tontera- se mandaron a hacer collares con símbolos de horcas por montones. Y no faltó aquel que para congraciarse todavía más con el nuevo jefe de gobierno mandó a construir una Horca en el antejardín de su casa, de la que hizo colgar el maniquí de yeso de un ahorcado, en honor del mismísimo Iessu. Con el tiempo se olvidó el temor y las horcas fueron llevadas por costumbres entre las solvastikanianos, como si se tratase de un nuevo símbolo redentor. Tontantino, entonces, prohibió para siempre el símbolo de la Solvástika y la religión que le era afín. A partir de entonces, todos en la isla deberían convertirse al ahorquismo.
Esta es la otra versión de estos hechos. Se sabe que cuando los ahorquistas, todos ellos de raza judida, emigraron del continente a la isla de Solvástika, tuvieron mucha aceptación entre los nativos, quienes les acogieron en sus casas y asimilaron algunas de las ideas de su nueva doctrina. Como no existía en Solvástika la pena de muerte por ahorcamiento los solvastikanianos no asociaron, en principio, el símbolo de la Horca con nada malo. Intuitivamente algunos, eso sí, lo encontraron un poco estrafalario. Pero prontamente no hubo ningún solvastikaniano que dudara en lo absoluto de sus nuevos huéspedes, los ahorquistas. Y es que los nativos de Solvástika eran gentes sencillas, amables, confiadas; limpios de corazón y de espíritu. Con el tiempo, incluso, hubo algunos solvastikanianos que terminaron por convertirse a la religión del ahorcado: en ellos yace el comienzo de la tragedia que vendrá después. Cuando llegó al continente la noticia de que los ahorquistas estaban teniendo éxito en Solvástika, el jefe del Satedrín, un tal Kaipás Malandrín, no dudo en planear una nueva intriga para sacar provecho de esta situación. “Si los solvastikanianos eran gentes tan simples y crédulas como parecen ser -pensó el jefe del Satedrín- quizá sea mejor irse donde ellos e instalarse a vivir allí” Después de todo, ya nada podían hacer contra los amorianos; en cambio, los solvastikanianos ignoraban en absoluto cómo eran ellos, y dada su particular tendencia a confiar, resultaban ser un blanco perfecto para un nuevo engaño. Fue entonces cuando Kaipás Malandrín ideó su malévolo plan. Hizo venir a palacio al más pérfido de sus delatores, el ya conocido por nosotros Zaulo de Farso. Y le dijo: “Quiero que vayas a Solvástika, la isla, y que te hagas pasar por ahorquista, y que prediques allí las mismas supercherías del ahorcado. Quiero que todo el mundo en esas tierras se convenza de que tú eres el más entusiasta de los seguidores de ese farsante. Y ya para cuando eso haya sucedido comenzarás a emborrachar la perdiz de los solvastikanianos, contando verdades a medias, mezclando mentiras con verdad, debilitando en todo su carácter y su moral. Difundirás como si hubiese salido de la boca del ahorcado una nueva doctrina, una doctrina nuestra dirigida para ellos, con el objeto de debilitarlos y convertirlos fácilmente a nuestro antiguo evangelio, el de la usurocracia, que tantos dividendos nos trajo antiguamente, en la época de la globalización neoliberalista, cuando gobernábamos sin contrapeso el mundo, gracias a nuestros bancos, nuestra prensa, nuestra amada holiwud; y nuestro más amado aún sistema financista. Se sabe que los solvastikanianos son gente sencilla y simple, pero también un poco duros de carácter, y apegados sobre manera a la tradición y a sus costumbres. Pues bien, todo lo que prediques en nombre del ahorcado tiene que tener por objeto debilitar sus costumbres y su carácter. Deberás ingeniártelas para que en lugar de la tradición amen los cambios. Para ello promoverás una nueva ideología que llamarás ‘Revolución’ -puedes llamarla también PROGRESISMO. Y la pintarás con los más vistosos colores, de tal manera que se vuelva atractiva a las masas del pueblo, que nunca entienden mucho de nada, y que siempre se dejan llevar únicamente por las impresiones, por aquello que ataca al gusto y al sentimiento. Deberás hacer por tanto que la Revolución sea más atractiva que la Tradición; y para ello identificarás la revolución con el pueblo, y la tradición con los amos. Así nos será más fácil debilitarlos y controlarlos. Y por sobre todo, debes barrer con sus antiguos símbolos; de ese modo, tras unas tres o cuatro generaciones, ya no poseerán inconsciente colectivo alguno desde el que generar resistencias intuitivas hacia nosotros, cuando ya comience a hacérseles patente que les dominamos. Debes cortar de raíz los símbolos que lo unen a sus costumbres y a sus tradiciones, y debes reemplazarlas por símbolos que fabriquemos especialmente para ellos. De ese modo, y aunque en un principio no le hallen significado alguno, nuestros íconos terminarán por neutralizar y bloquear toda su vinculación existencial, cósmica e inconsciente con lo que eran sus arquetipos antiguos. Nuestra historia patria devendrá su historia nacional, y nuestros patriarcas se convertirán en sus héroes. Así, cuando nosotros decidamos irnos para allá, nos será más fácil instalarnos y comenzar de a poco a dominar a los solvastikanianos”. De esa suerte fue que habló el jefe del Satedrín y Zaulo de Farso le obedeció al pie de la letra.
En el camino a Solvástika se convirtió al ahorquismo a través del truco que referimos más arriba. Predicó incansablemente en nombre del ahorcado una nueva doctrina que no le costó mucho recrear, pues las supercherías del carpintero de Nataret eran ya, de por sí, ampliamente debilitantes. Logró expandir por toda la isla las nuevas supersticiones, hasta que llegó el día en que el mismísimo rey de Solvástika se convirtió al ahorquismo. Este rey, célebre por su estupidez (la cual, según se dice, era comparable en grados únicamente con su crueldad), fue quien terminó por completar la obra encomendada, siglos antes, a Zaulo de Farso. Su nombre era Tontantino (llamado así por lo profundamente tonto que era), y fue, en los hechos, el verdadero creador del símbolo de la Horca. Cuenta la leyenda que la noche previa a una batalla decisiva por el trono de Solvástika Tontantino tuvo un sueño. En él vio una gran Horca y bajo ella la inscripción: “Bajo este signo vencerás”. Bastó únicamente esa sujeción onírica para que Tontantino, acrítico como era, se convirtiera al ahorquismo e impusiera en todo la isla la moda de llevar colgado al cuello un collar con una Horca como símbolo de su adhesión a la nueva doctrina. Los solvastikanianos, en realidad, temerosos del nuevo rey –pues sabido es que era cruel en una proporción similar a su tontera- se mandaron a hacer collares con símbolos de horcas por montones. Y no faltó aquel que para congraciarse todavía más con el nuevo jefe de gobierno mandó a construir una Horca en el antejardín de su casa, de la que hizo colgar el maniquí de yeso de un ahorcado, en honor del mismísimo Iessu. Con el tiempo se olvidó el temor y las horcas fueron llevadas por costumbres entre las solvastikanianos, como si se tratase de un nuevo símbolo redentor. Tontantino, entonces, prohibió para siempre el símbolo de la Solvástika y la religión que le era afín. A partir de entonces, todos en la isla deberían convertirse al ahorquismo.
Pero llegó un día en que un joven príncipe se opuso a la
nueva doctrina. Su nombre era Tuliano, conocido también como el apostata,
por su ímpetu de renegado contra el ahorquismo. Tuliano había comenzado
su carrera como un bravo general al servicio de Solvástika. Y fue en
nombre de esta tierra que marchó a la ciudad llamada AMOR a combatir a los Pleteyos, en los días
de la Tercera Gran Guerra. Fue en AMOR, la ciudad, que se enteró del verdadero significado de
la Horca, y de la real naturaleza de los padres del ahorquismo. Ya cuando
la guerra terminó y Tuliano tuvo que volver a Solvástika se propuso extirpar de
su tierra el maleficio que había caído con la llegada de los ahorquistas.
Lo primero que hizo fue confrontar el nuevo ícono de la religión ahorquista con
el antiguo símbolo que había dado origen a la Solvástika. Escribió un
tratado que difundió por toda la isla. En él resumía en unos pocos puntos
las profundas diferencias que existían entre los dos símbolos en cuestión.
Nosotros reproduciremos aquí las más significativas diferencias planteadas por
Tuliano, conforme se nos impone por los asuntos que estamos narrando en estas
líneas. Las discrepancias entre el símbolo de la Solvástika y el símbolo
de la Horca pueden resumirse, siguiendo a Tuliano, del modo que sigue:
1. La
Solvástika es un símbolo de la vida, mientras que la Horca representa la
muerte. Tuliano justificó esto diciendo que la Solvástika, en la medida que
representa al Sol y el Sol es el astro dador de vida por antonomasia, ella
misma es un símbolo de la vida. En cambio, la Horca, al ser en los hechos
un instrumento al servicio de la muerte, no podía menos que representarla en su
funcionamiento más patético, el que prescribe la muerte de los criminales más
abominables.
2. Al
ser un símbolo de la vida, la Solvástika es también un símbolo de la buena
fortuna y usado para promover las buenas vibraciones. Esto le viene de su
carácter fértil, pues la fertilidad es una de las características de la
vida. La Horca, en cambio, al ser un símbolo de la muerte, no podía menos
que acarrear malas vibras y ser, en todo, un ícono de la mala
fortuna. Nada bueno podía esperarse de un símbolo así. Se sabe que
hasta muy entrado el presente siglo los Judidos todavía lo usaban para
proferir todo tipo de conjuros y maleficios.
3. La
Solvástika, al semejar con sus cuatro brazos el movimiento del Sol a través de
las cuatro estaciones del año, era claramente un símbolo de fertilidad que
llamaba a las buenas cosechas. La horca, en cambio, al semejar a la
muerte, sólo podía representar, en este sentido, la esterilidad y la
petrificación.
4. Al
imitar la vida y llamar las buenas vibraciones la Solvástika despertaba el lado
luminoso de la vida psíquica y lo potenciaba creativamente. La Horca, en
cambio, al ser un símbolo del horror, sólo podía incitar el lado sádico de la
vida anímica, e inconscientemente llamar la atención, precisamente, de las
gentes que, por su torcida naturaleza, tienen mayor predisposición hacia el
delito, la crueldad y la truculencia.
5. La
Solvástika, al estar del lado de la vida, enriquecía a los individuos que
vivían bajo sus auspicios, haciéndolos mejores personas, y dotando sus
existencias de un sentido del acontecer que tomaba a la naturaleza como
paradigma. La Horca, en cambio, al ser un símbolo al servicio de la
muerte y de claras connotaciones negativas, sólo podía echar a perder a las
personas, hundiendo sus existencias en irracionalismo, faltas de sentido, caos
anímico, y toda clase de desórdenes mentales y afectivos.
Cabe destacar también que la Solvástika era un símbolo
natural, en tanto que la Horca era un invento humano creado originalmente para
acabar con la vida de los criminales, parias, y delincuentes de la peor
ralea. Pero lo que es todavía más curioso, señalaba Tuliano, es que las
gentes que comenzaban a guiar sus vidas por el símbolo de la Horca perdían toda
conexión natural con su mundo interior. Se volvían sujetos sin almas, sin
espíritu. Todo en ellos era ligereza y penosa mediocridad. Se
echaban a perder como personas. Y ya no tenían la riqueza psíquica que
solían tener. Estaban, además, como estupidizados e hipnotizados por el
nuevo símbolo; como si una especie de magia negra se hubiese llevado a cabo, a
través de la Horca, en contra de ellos. La gente ya no sólo colgaba a sus
cuellos collares de Horcas con figuras de ahorcados hechos de los más finos y
curiosos materiales, sino que también los antejardines y los livings de las
casas se llenaron de Horcas con figuras de sujetos ahorcados. Imagínense
cuál fue la sorpresa de Tuliano el día que visitó a uno de sus antiguos amigos
que se había convertido al ahorquismo. Entró en su casa, y para su
sorpresa, vio una enorme escultura tallada en bronce, de un tipo colgado de una
cuerda de acero atada a la viga de un techo, con una expresión de dolor en el
rostro, que sólo podía despertar en uno, los sentimientos más
horripilantes. Como esa figura en la casa del amigo de Tuliano, cientos
de otras imágenes, retratos, esculturas, maniquíes, muñecos, etc., de sujetos
colgando con una soga atada al cuello, hallábanse por todas partes en
Solvástika. En las plazas, en los antejardines de las casas, en los
livings, en las habitaciones personales, en el cuello de las personas al modo
de collares, etc. El símbolo de la Horca se había vuelto
omnipresente. Estaba por todas partes. ¿Cómo podía ser posible, se
preguntaba Tualiano, que siendo la Horca un símbolo tan manifiestamente
maléfico, hubiera gente que lo reverenciara como si se tratase de lo
contrario? De hecho, en los días de Tuliano, se habían puesto de moda
unas películas llamadas de vampiros, donde los villanos eran sujetos venidos
del otro mundo, que para subsistir precisaban de succionar la sangre
humana. El carácter maligno de estos sujetos quedaba atestiguado por el
hecho de que eran criaturas de la noche que no toleraban la luz del día.
Pues bien, en estas películas se mostraba un curioso modo de combatirlos: la
gente les ponía el símbolo de la Horca enfrente y lograba con ello
alejarlos. Esto no podía resultar más extraño al gusto y paladar exigente
de Tuliano. Si los vampiros eran seres maléficos, ¿cómo es que podía
combatírselos exhibiendo un símbolo igualmente maligno como ellos? Antes bien,
hubiera hecho sentido que se los derrotara mostrándoles una Solvástika, que
éste era por naturaleza un símbolo de la luz y de la bienaventuranza.
Pero no una Horca, que era un símbolo igualmente diabólico como los vampiros
que pretendía alejar. ¿Cómo podía suceder que la gente no se diera
cuenta de algo que era tan evidente? Tuliano caviló y caviló, entonces,
por días y semanas enteras, hasta que logró dar con una respuesta: los
Solvastikanianos estaban siendo hipnotizados. El ícono de la
Horca no sólo era un símbolo del horror, era también un instrumento de magia
negra. Apoyado por otro no menos curioso invento llamado Tonteravisión,
un antiguo aparato ridículo que se había puesto nuevamente de moda en los días
de Tuliano, los solvastikanianos estaban siendo manipulados e hipnotizados por
un poder invisible. A través de la Tonteravisión se les cortaba el
circuito del pensamiento; y por medio de la Horca se les hipnotizaba.
Tuliano comenzó a sospechar que tras esta macabra acción debían hallarse los
mismos corruptos de siempre, los judidos y sus secuaces, los
ahorquistas. Y entonces decidió combatirlos con todo su puño y toda su
fuerza. Descubrió que tras la manipulación de los solvastikanianos, los
usuristas (que este era otro de los nombres con que se conocía a los judidos)
y los ahorquistas buscaban el control y el dominio total de la isla, para así
imponer su economía y terminar por subyugar y esclavizar la vida de todos en
beneficio únicamente de ellos. Tuliano reunió entonces a los mejores
hombres de su época, los únicos que no habían sucumbido a la corrupción.
Éstos, entonces, se hicieron llamar “los buenos hombres” y combatieron hasta el
último de ellos la maldición que se había extendido por toda Solvástika.
Pero no lograron éxito alguno, en su lucha contra los usuristas y los
ahorquistas. Al parecer ya era demasiado tarde. La perfidia había
penetrado hasta tal punto el alma de los solvastikanianos que ya no era posible
volver atrás. Hacía falta algo más que la voluntad y la inteligencia de
un joven príncipe como Tuliano para exorcizar a estos demonios. La buena
nueva sólo pudo llegar muchos siglos después, cuando los guerreros hidleristas,
de quienes somos orgullosamente sus herederos, terminaron por purificar la antigua
tierra de Solvástika, expulsando a todos aquellos espíritus inmundos de la
isla. Su líder, el joven guerrero Hidler, fue quien trajo a nuestras
tierras del continente el nuevo evangelio. Y con ello hemos comenzado a
purificar, también hoy, nuestro país. Nuestra tarea aun no
concluye. Pero sabemos que, igualmente que sucedió en esa isla llamada
Solvástika, también aquí volverá a brillar la vida, el sentido y la sensatez
que una vez, hace mucho, existió entre los hombres.
[1] Solvástika era no sólo el nombre del símbolo que adoraban los habitantes de esta Isla donde acontecieron los hechos que referimos. También era el nombre de la Isla misma, la que pese a haber sustituido el símbolo que le dio su nombre, continuó llamándose según aquél.
[2] En los tiempos de antes de la Gran Guerra, incluso unos cuantos siglos antes de la venida de Yesús, en una época en todo parecía marchar a las mil maravillas –la época de la globalización, creo que la llamaban- hubo un centenar de charlatanes que hipnotizaron a la gente con supercherías del amor y de la paz del tipo ‘el cielo es azul’ o ‘el agua moja’. Uno de los más conocidos era un tal Erik Fron, que escribió un libro que bien merecía haber sido proscrito, por la cantidad de estupideces que logró reunir en unas cuantas pocas páginas. ‘El arte del amor’ creo que se titulaba el libro, o ‘El arte de amar’, pero no estoy muy seguro. Había también otro charlatán, llamado Uberto Matulana, peor todavía que el anterior. Su estupidez su podría haber alcanzado proporciones épicas, si acaso él hubiese sido, en su tiempo, más conocido de lo que realmente fue. Felizmente para la humanidad, este filosofillo era conocido sólo entre sus paisanos; y, a lo mucho, entre unos cuantos hippies pseudo-intelectuales de su tiempo. Este sujeto elevó el tema del amor a una categoría superlativa de la estupidez. Llamó a su doctrina ‘Biología del amor’ y cogió, de entre las cosas tontas que se habían dicho en todos los tiempos, aquellas que eran las más significativamente estúpidas, y construyó con ellas su ‘Biología del amor’. Lo más curioso de este filosofillo, según cuenta la leyenda, es que cuando hablaba de ‘sus ideas’, lo hacía con un aire y una arrogancia típicas de aquel que jura que ha descubierto la pólvora, en el sentido de saberse el primero que por primera vez enuncia tales ideas. Los entendidos, por cierto, se daban cuenta del fraude que implicaba este filosofillo, pero nada podían hacer, pues en su época, lo mismo que ahora, los entendidos eran, en todas partes, la gente peor entendida.
[3] No podemos precisar tampoco el nombre de este río
[4] Otra tradición dice que los ahorquistas eran también llamados ‘untistas’ o ‘ungistas’, pues ‘untado’ y ‘ungido’ eran otros de los tantos títulos con que se conocía entonces al ahorcado
[5] Algunos dicen que esta región, en realidad, se llamaba ‘Farsa’ y ‘Farso’, de tal modo que Zaulo también podría haber sido conocido como Zaulo de Farsa, o Zaulo el farsante.
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