Mucho antes que los cristianos se sirvieran del término
“pagano” para denostar a la gente de los pueblos libres de Europa los romanos
ya habían usado este término con una connotación muy distinta. En el
siglo I se hizo muy común llamar “pagano” a quienes no eran convocados a
realizar su servicio militar, y, por ende, no tomaban el sacramentum o
juramento del ejército. Estos hombres eran comúnmente campesinos, y por
eso es que se utilizó con ellos la palabra pagano, que significa literalmente,
“hombre del campo”, “hombre de la tierra”.
Muy probablemente esta fue la razón por la que los
cristianos de los primeros tiempos llamaron “paganos” a quienes se resistían a
ellos. Dado que los cristianos habían hecho suya la expresión sacramentum,
muy posiblemente asociaron a los hombres que se negaban a tomar el nuevo
sacramento, el juramento al Cristo, con el antiguo pagano, el aldeano de las
épocas de Roma que no tomaba el juramento del ejército. Y a partir de
entonces la palabra “pagano” se popularizó entre los cristianos haciéndola
extensible a todo aquel que renegara de la nueva religión.
Entre esos proto-paganismos y la sensibilidad religiosa
de lo que hoy llamamos del mismo modo, existe todavía un vínculo débil, pero
esencial: el apego a la antigua religión, la religión de la tierra, de la
sangre, de la raza; la religión que en Holzwege llamamos, precisamente por
esto, la religión del camino del bosque (ya habrá ocasión de explicar esto).
En estricto rigor, nunca hubo en el mundo antiguo nada
que se semejara siquiera a la impronta de una religión pagana. Hubo sí
expresiones de espiritualidad locales, todas ellas distintas entre sí, y unidas
únicamente merced a la común denominación de paganos que vendrá a darle el
cristianismo más tarde. Entre todas estas espiritualidades distintas sólo
una cabe propiamente tal llamarse religión: ésta es la religión romana.
Si se escruta bien este asunto se descubrirá que, por
ejemplo, los griegos jamás tuvieron religión, sino mitología, al principio, y
filosofía, al final. La mitología y la filosofía son productos de la espiritualidad
griega, lo mismo que la religión es producto de la espiritualidad romana.
Escrútese por ejemplo, la mal llamada religión judía y compáresela con la
Religio Romana. Ya se descubrirá prontamente que salvo el empecinamiento
estúpido de los historiadores nada hay en común entre una y otra forma de
espiritualidad que permita inscribir a ambas en el registro de la
religión. Lo que el judío hace es templismo, al comienzo, y sinagogismo
al final. Ambas podrían inscribirse en la común denominación de
rabinismo. Pero nada hay en esa forma de espiritualidad (si es que cabe acaso
llamarle a aquello espíritu) que se parezca siquiera, en algo, a lo que fue la
Religión en los tiempos de Roma.
Si el judaísmo y la cultura griega no tienen nada que ver
con la Religión, menos todavía tiene que ver con esta expresión espiritual el
cristianismo. El cristianismo es la anti-religión por antonomasia.
Cristianismo y religión son una contradictio in terminis: una forma de
hablar inadecuada sostenida sólo desde el omnímodo poder de la Iglesia y la
ignorancia de los más.
Tampoco el paganismo fue una religión en el mundo
antiguo, pues, como ya dijimos, no existía el paganismo en la antigüedad.
En estricto rigor, el paganismo es una invención del siglo XIX (ya tendremos
tiempo de explicar esto más adelante). Pero de todas las formas de
espiritualidad que existen hoy sólo el paganismo es capaz de recuperar para sí
el prístino y original significado de Religión, y convertirse, por esta vía, en
la única forma de Religión posible. Ese privilegio y dignidad le vienen
al paganismo en el hecho de ser él la única forma de espiritualidad que ha
conservado íntegramente los contenidos ideológicos que dieron origen en Roma (y
únicamente en Roma) a la Religión. Esos contenidos son, digámoslo aquí
sumariamente, la sangre y la tierra, la raza y la naturaleza (ya habrá ocasión
de hablar de esto más adelante).
Nunca hubo una religión pagana en la antigüedad.
Pero las distintas expresiones espirituales que tuvieron lugar en los bosques y
campos de Europa conservaban un parecido en cuestiones esenciales. Ello
hizo que el siglo XIX tuviera, respecto de estas diversas manifestaciones del
espíritu, la ilusión de una unidad, la idea de una identidad común. A
ello fue a lo que dio el nombre de paganismo, rescatando en la palabra el
vínculo con la tierra, con el campo, con la añoranza de un pasado idílico que
en la modernidad se esfumaba por todas partes.
Los paganos del siglo XIX oponían el campo a la ciudad,
la tradición del Medievo a las ideas progresistas de la modernidad. Y por
ello la palabra pagano, más allá de toda la connotación peyorativa que tuvo en
sus inicios, cobrara ahora infinito sentido y unicidad. Con este
término se pasaba ahora a representar toda una forma de resistencia espiritual
al nuevo y decadente mundo. Y ello porque pagano era sinónimo de
una vida sencilla, austera, campesina, que evocaba los bosques y las montañas
de Europa, los ríos y las praderas de la tierra madre ancestral.
Pero también, porque ser pagano evocaba la tenaz
resistencia espiritual que entre los siglos IV y IX opusieron en toda Europa
los pueblos libres al cristianismo. Se reconocía, por tanto, en el
paganismo, la forma propia del espíritu europeo, ahogada tantas veces por el
cristianismo y sus formas políticas afines, pero siempre dispuesto a renacer de
sus propias cenizas. Los dioses de los bosques, de los hielos eternos, de
la montaña, no habían muerto, y encontraban ahora, en el paganismo, una voz con
la que alzarse en combate contra el dios de los desiertos.
Pero ¡Cuidado! No se engañe nadie en creer que el
paganismo, en cuanto religión, cobra la forma de esas pseudo-religiones
actuales que son el cristianismo, el islamismo o el budismo. Una religión
no es una fe, no es tampoco un conjunto de dogmas y creencias. Y ante
todo, no es, en absoluto, expresión de ninguna cosa “universal”. El
cristianismo es un fenómeno universal, y ya sólo por eso no es una religión.
Una religión universal es como algo insípido con sabor: esto es, algo imposible
(y no tan sólo imposible, sino, además, estúpido). Esas imágenes
patéticas de semana santa en las filipinas, en que vemos representaciones de la
vía crucis, con cristos de aspecto asiático crucificados, es a lo único a que
puede dar lugar la horripilante idea de una religión universal. Nada de
esto habría sido siquiera posible en el mundo antiguo, pues atenta no sólo
contra el principio de sensatez, sino, además, contra el principio del buen
gusto.
La opinión común cree, por ejemplo, que el paganismo es
una religión universal de los pueblos europeos de antes del advenimiento del
cristianismo. Es curioso, pero si se escruta a fondo de dónde pudo haber
salido esa idea, se descubrirá la oscura mano de la propia formación cristiana
en la que todo occidente se ha visto obligado a educar su inteligencia. Pero
nada más lejano a la realidad. Dado que el cristianismo no tiene patria
esparce, entre quienes han tenido la desgracia de crecer a su alero, la idea de
que nociones tan importantes como las de “religión”, por ejemplo, surgen al
margen de un pueblo, de una raza, de una lengua específica. Y, por lo
tanto, nada más injusto y errado hay que adjudicarles el calificativo de universal.
No existe una religión universal, así como tampoco existe un hombre
universal.
En justicia, lo que propiamente tal se llama paganismo se
remonta a unas cuantas décadas atrás, más precisamente a la segunda mitad del
siglo XIX. El paganismo surgió entonces en Europa como una respuesta
espiritual a la mentalidad moderna. Constituyó en aquella época una forma
racional y organizada de añoranza de un pasado idílico e idealizado: el pasado
de la Europa precristiana, el ayer de los dioses de las religiones
locales. Es un error, por lo tanto, concebir el paganismo como la
religión de los antiguos europeos antes de la imposición del
cristianismo. Nada hay, antes de la llegada de la cruz, que nos permita
pensar en una religión común (universal) de los pueblos europeos
antiguos.
Sangre y Tierra siempre han sido el fundamento último de
toda forma de religión pagana. No hay religión pagana (más todavía, no
hay ni siquiera Religión posible) si ésta no está fundada en la Sangre y en la
Tierra. El paganismo es la religión de la sangre y de la tierra.
Holzwege es una expresión en alemán acuñada por el
filósofo Martín Heidegger. Significa, en forma literal, el camino del
Bosque; leyendo entre líneas hace referencia a la antigua tradición
religiosa que se ha perdido y que es preciso reencontrar. Es una suerte
de renacimiento, una forma de volver a nacer, una manera de hacer despertar
nuestro verdadero espíritu (nuestra memoria de la sangre) ahogada hasta la
estupidez por la industria pedagógica cultural de la mentalidad moderna.
El Bosque es para nosotros un arquetipo: el arquetipo de
una vía de iniciación. La iniciación es siempre la muerte a una vida y el
nacimiento a otra. Esto es sabiduría aria pura. No existe, fuera de
esta comunidad racial, ninguna expresión religiosa en cuya esencia se halle la
idea del “nacer dos veces”, del “renacer”, del nacer en el “espíritu”.
Otras podrán haber acuñado formas religiosas similares; pero, en todo caso,
nada hay en ello que nos permita justificar una analogía, porque en pocas cosas
como el fenómeno religioso se da esta experiencia de lo intransferible.
Lo que es propio de una religión no puede replicarse en otras. Cualquier
réplica, cualquier intento de sinonimia, es absurdo; y no da cuenta más que de
la pobreza y artificialidad de la religión que intenta apropiarse de los
contenidos espirituales de las otras.
Una religión es siempre expresión del espíritu de una
raza. Poco tiene que ver con la religión los dioses. La divinidad
es una de las tantas formas en que puede manifestarse una religión; pero lo
esencial es siempre la raza, la sangre y la tierra. Por eso es que
afirmamos que de antiguo hubo una sola religión: la religión pagana. De
hecho la palabra religión surgió en el espacio pagano de la romanidad: es una
palabra latina cuyo significado hace referencia precisamente a la sangre y a la
tierra (ya profundizaremos sobre esto).
Todas las otras religiones adoptaron esta denominación
merced a una ampliación del significado del término por analogía lógica; pero
en ninguno de estos casos esta denominación está justificada adecuadamente y en
la mayoría de ellos constituye una verdadera arbitrariedad, cuando no una
abierta tergiversación. Por ello, nuestro transitar por el renacer del
paganismo debe comenzar por definir el fenómeno religioso y precisar con
exactitud qué significa la palabra “Religión” y por qué ella se justifica
únicamente en el caso de la religión pagana. Ello despejará
conceptualmente el camino que debe llevarnos a transitar de nuevo por el Bosque,
por la sabiduría de los antiguos, y en el amor y grandeza de los héroes y
dioses de otra época.
El Concepto de Religión
La palabra latina Religio, de la que deriva
nuestra voz castellana Religión, en su significación lata y originaria,
tiene muy poco que ver, o casi nada, con las ideas que nosotros asociamos hoy
al término. Para ello, baste con estos dos ejemplos que pueden muy bien
ilustrar este asunto. El primero está referido a la significación de la
palabra Religio en el ámbito de la romanidad, esto es, a su
étymos. El segundo, a la impresión que sobre el cristianismo tuvieron los
primeros romanos que conocieron de este movimiento. Vayamos, pues, al
primero de estos ejemplos.
a. Significación de la palabra Religio:
Existen, al respecto, tres opiniones diversas sobre el étymos de la palabra
Religio: la que une la voz Religio con el étymos religere, la que
lo vincula con el étymos relegere; y la que lo asocia, finalmente, con el
étymos religare. De estas tres, sólo las dos primeras nos merecen
confianza y legitimidad, por estar asociadas al ámbito propiamente tal de la
romanidad; la tercera, en cambio, nos merece muchas dudas, pues no sólo es
tardía en el tiempo, sino que, además, parece ser una invención que se inicia
con el cristianismo y que busca justificar la expresión Religio en la
serie de ideas que se asociarán posteriormente a esta palabra. Ya
hablaremos de esto al final de esta reflexión. Religere y relegere son,
a nuestro entender, los étymos legítimos de la palabra Religio. Ya
explicaremos, también, cómo creemos que pueda ser posible que una palabra tenga
dos étymos distintos en su significación original. Religere significa
propiamente tal escrúpulo. Hace referencia, por tanto, a una
disposición interior “y no a una propiedad objetiva de ciertas cosas o un
conjunto de creencia y prácticas”[1]
“En la época clásica –dice Maurice Sachot- la religio Romana designa
ante todo una actitud, hecha de escrupuloso respeto hacia lo instituido… Por
ello se convierte en lo que fortalece a las instituciones y garantiza su
duración, por medio de ese vínculo, por ese apego del ciudadano a respetar las
instituciones de la ciudad”[2]
Esta cuestión nos pone sobre la pista de algo que hasta
ahora se ignora casi en su totalidad –salvo, por cierto, entre círculos de
historiadores, filósofos o especialistas-: el vínculo entre la Religio y las
instituciones de la ciudad, o aquello que propiamente tal hace de un romano, en
el mundo antiguo, ser romano. La Religio, en su acepción
etimológica, hace referencia a la idea de escrúpulo. Pero no de cualquier
escrúpulo, sino, ante todo, del que cabe tener frente a lo que ha sido
instituido en la ciudad, y, por tanto, engloba un sagrado respeto general hacia
la urbe y todo lo que ella representa. Esta idea de Religio denota
ya un carácter marcadamente local, no universal. Ello fue lo que llevó a
Cicerón, el célebre filósofo romano, a decir sva cviqve civitati religio
(cada ciudad tiene su propia religión).
Tenemos así los tres aspectos esenciales que supone el
concepto original de religio: el escrúpulo (en el sentido de recogerse, de
guardarse, de retenerse ante algo que se considera sagrado), la ciudad, la
urbe, Roma (como el objeto hacia el que se dirige el escrúpulo de lo religioso
y transforma toda forma de religio romana en una actividad social
dirigida hacia los asuntos públicos –los res-publicas-, legales y de
Estado); y el carácter local o nacional que distingue a cada pueblo según su
propia religio, esto es, según la propia relación de escrúpulo (de respeto, de
amor, de cuidado) que prevalezca entre el individuo y las instituciones
(tradiciones, cultos y costumbres) de su país. De estos tres sentidos
originales de la palabra Religio el primero viene atestiguado, como ya lo hemos
visto, por el étymos Religere; el segundo y el tercero se fundamentan en el
étymos Relegere. Este segundo étymos de la palabra Religio nos es,
todavía, más legitimo, toda vez que la palabra relegere es la que
propiamente tal da lugar a la formación del sustantivo Religio –la voz
latina Religere forma el sustantivo Relictio y la expresión Religare (famosa
únicamente a causa del cristianismo) forma el sustantivo Religatio (que se
aparta ostensiblemente de las dos primeras)-. Pues bien, la palabra
latina relegere es un derivado del verbo legere, lego, que
significa, entre otras cosas, leer, pero principalmente, su significación es la
de recoger, reunir, recolectar. ¿Recolectar, recoger qué? Recoger
espigas, uvas, frutos del campo y de las cosechas. He aquí que la
expresión lego, en su sentido original, hacía referencia a una actividad
del campo propiamente tal, a un “hacer” ligado a la tierra. En su sentido
más primitivo, Religio deriva de lego, relego, relegere. Esta es la
etimología que propone, al menos, Cicerón. Pero en Cicerón relegere
significa también tratar un asunto con diligencia, con escrúpulo. De ahí
que el sentido de lo escrupuloso quede también integrado en este étymos del relegere.
Pero en su acepción más fuerte relegere está vinculado a los otros dos
sentidos originales de la palabra Religio: el que dice relación con las
instituciones de la ciudad y el que se vincula al carácter local de esas
instituciones. Las instituciones de la ciudad no son otra cosa que todo
aquello que se ha instituido a lo largo del tiempo; por lo que, cuando hablamos
de esas instituciones estamos haciendo referencia a aquello que ha permanecido,
que ha logrado cristalizar en costumbres y tradiciones; y que, por lo mismo,
también, constituyen hoy el fundamento de lo que son nuestras leyes, nuestra
cultura, nuestro patrimonio patrio.
Las instituciones de la ciudad, tratándose de Roma, son
sus costumbres, sus tradiciones, su derecho romano, sus dioses, su
Re-pública. Ese es el sentido fuerte de la expresión Religio
Romana; y es ese sentido el que nos viene dado por el propio testimonio de
un filósofo romano, Marco Tulio Cicerón. La idea de que la
palabra Religión deriva de la palabra Religare –cuyo sustantivo legítimo forma
la palabra Religatio y no Religio- se la debemos a un filósofo cristiano del
siglo IV (o sea, por lo menos, 350 años después de Cicerón y en una época en la
que ya, prácticamente, Roma no existe) de nombre Lactancio. Esta
etimología fue muy probablemente propuesta con el ánimo de justificar algo, que
en tiempos de Cicerón, habría parecido un notable contrasentido: esto es, el
hecho tan común en nuestros días de concebir al cristianismo como una
religión. Por esa razón nos parece de poco valor revisar una etimología
tan evidentemente arbitraria, que fuerza el sentido original de un término para
hacerlo coincidir con un conjunto de creencias y prácticas originadas en otros
suelos lingüísticos, en otras concepciones del mundo y de la vida.
La religio romana hace referencia, en su sentido más
primitivo, a una actividad que se realiza, propiamente tal, en el campo.
Religio es relegere, palabra latina que deriva de legere, de lego.
Lego es recolectar, recoger las espigas, los frutos del campo, de la
tierra. El campo romano es el fundamento de lo que después será la ciudad
de Roma. Es en el campo donde los romanos forman su carácter, sus
costumbres, sus tradiciones, y las instituciones que algún día harán grande a
la urbe de Roma, a la ciudad. Es en relación con esa tierra que cultivan
en los campos de Roma, que se irá forjando el sentido de la Religio Romana, las
instituciones a las que posteriormente el romano deberá sagrado y escrupuloso
respeto. Pero este escrúpulo, este respeto por lo que son las tradiciones
y las costumbres de Roma que brotan de su tierra se completa, únicamente, en el
vínculo que une todo esto a la sangre romana, a la sangre de los padres
fundadores de Roma, a aquellos que fundamentarán el posterior patriciado.
La Religio surge cuando hay un vínculo entre la sangre y la tierra, entre la
sangre y el suelo: pues el suelo patrio es el fundamento último que vuelve
posible la existencia de un pueblo unido por la sangre. No hay pueblo, no
hay comunidad de sangre, sin tierra, sin un suelo que habitar y la religio es
el vínculo que hace patente ese matrimonio entre la sangre y el suelo.
Cuando Cicerón definía la Religio como el sagrado respeto
a lo que son las tradiciones y las costumbres de Roma, la escrupulosa
diligencia a conservar las instituciones y la estructura del Estado, etc., lo
que estaba en juego allí era la conservación de Roma, de su sangre y de su
suelo. Esto merece más de una explicación. Sabido es que en la
antigua Roma existían dos clases sociales muy bien diferenciadas: los patricios
y los plebeyos. Y digo “sabido es” como de un modo de expresarse, simplemente,
porque si se cree que se trataba de dos clases sociales (idea inculcada por el
marxismo y enseñada hasta el presente como si se tratara de la verdad) se
comete un error de apreciación grave y una falta de rigurosidad
significativa. Clases sociales, propiamente tal, es lo que se verá
aparecer en el mundo moderno con el advenimiento del capitalismo y las formas
modernas de producción económica. Entre Patricios y Plebeyos las
diferencias no son de carácter social (de hecho, sorprendería saber de la
cantidad de plebeyos que en la Roma antigua poseían mayores riquezas que los
mismos Patricios). Lo que diferencia a los Patricios de los Plebeyos
viene determinado por la sangre (razón por la que incluso hasta poco después de
la redacción de las doce Tablas todavía seguía prohibiéndose el establecimiento
de matrimonios cruzados entre Patricios y Plebeyos). Los Patricios eran
quienes portaban la sangre de los Padres fundadores de Roma, sus descendientes
legítimos. Es en ese vínculo natural (no artificial) que basaban su
pertenencia a un grupo humano y sus derechos sobre esa tierra que era
Roma. Los Plebeyos, en cambio, eran los extranjeros. La lucha, por
tanto, entre Patricios y Plebeyos, no es una lucha social entre quienes tienen
privilegios económicos y quienes no (como intentó hacérnoslo creer Marx); sino,
más bien, una lucha entre quienes son muy consciente de la sangre que portan
(los Patricios) -y su legítimo derecho a querer conservarla- y quienes no
poseen la calidad de ciudadanos precisamente porque no portan esa sangre y no
son descendientes de los padres fundadores de la ciudad. La Religio
romana data de esta época de los orígenes de Roma, en los que la sangre y el
suelo fundamentan el ser romano, más allá de cualquier considerando
artificial. Las mores romanas, las costumbres y las tradiciones de la
ciudad que luego invocará Cicerón, al hablar de Religio, no son otras que
las que cristalizaron en este época de los comienzos de Roma, época en la que
se fundamenta su grandeza y que comenzará a debilitarse y desvirtuarse desde
los tiempos de la igualdad de los derechos civiles entre Patricios y Plebeyos
(siglo IV a.E.C.).
Sangre y suelo fundamentan toda forma de religión no sólo
en el sentido de una cosmovisión, sino, esencialmente, en la impronta de un ser-en-el-mundo.
La Religio es únicamente posible en la medida en que tiene como presupuesto la
sangre y el suelo. Fuera de esta relación, fuera de este vínculo, no
tiene sentido alguno hablar de religión.
b. La impresión que se llevaron los romanos de los
primeros cristianos: “Religión” y “cristianismo” son dos conceptos tan
estrechamente ligados en el mundo moderno, vinculados de un modo tan
intransigente que a nadie medianamente sensato podría ocurrírsele disociarlos,
en algún modo u otro, o plantear alguna duda respecto de su legítima
relación. Y sin embargo, en los hechos y en la lógica –y por lo tanto, en
el sentido común, en la cordura y en la sensatez- nada más antitético y
contradictorio –incluso, nada más imposible- que vincular “cristianismo” con
“Religión”. La expresión “religión cristiana” es, en los hechos, una
contradictio in terminis (contradicción en los términos).
Para nosotros, hombres occidentales modernos, nacidos
tras dos milenios de bastardización de occidente, asociar estas dos palabras
nos resulta algo tan normal, tan obvio, tan elocuente y necesario, que la sola
duda respecto de su logicidad y derecho nos hace fruncir el ceño y plantearnos
más de una interrogante. Vivimos bajo la ciega convicción de que
“cristianismo” y “religión” son lo mismo; y esta idea amparada en el yugo del
más irreflexivo dictamen se perpetua únicamente porque entre los hombres nada
hay mejor repartido que la pereza mental y la ignorancia sobre el fundamento de
las cosas. La mayoría de la gente de hoy vive como si el mundo se hubiese
creado hace cien años, como si no hubiera historia, ignorante y absolutamente
ajeno a nociones tales como Tradición, Trascendencia. El vivir de hoy es
tan transitorio y ordinario que nada provocaría más asombro a las gentes de
este mundo que un auténtico sentido de la verdad religiosa y un original
fundamento de las cosas.
Cuando los romanos, religiosos como eran, se toparon por
primera vez con el cristianismo, vieron en él cualquier cosa, menos una
religión. Esto es algo decisivo. Los romanos fueron los creadores
de la “religión”, y, por lo tanto, quienes mejor preparados estaban en el mundo
respecto de cuestiones religiosas. La idea de que hubo otras religiones
en el mundo es falsa y sólo responde a la confusión que ha introducido en este
orden de cosas el cristianismo. Sólo a alguien formado irreflexivamente
en la mentalidad cristiana podría ocurrírsele hablar de religiosidad maya,
china, egipcia, griega, judía, mesopotámica, por nombrar solo a algunas.
Esto es una forma impropia de hablar, pues no se ajusta, en rigor, a los
hechos. Sólo hubo una religión en el mundo antiguo, la religión
romana. Y quizá, por analogía lógica, podría justificarse hablar de
religión en otros casos, fuera del romano, como, por ejemplo, en el caso de los
pueblos germanos. Pero no se puede aplicar a destajo el calificativo de
religión a cualquier complejo de creencias y formas rituales (toda vez que la
religión, en su sentido original y legítimo, no tiene nada que ver con
creencias y sólo subsidiaria y secundariamente tiene alguna relación con las
formas rituales). La verdadera religión es la Religio Romana.
Ella presta e impone por derecho propio su modelo a las otras. Ese
derecho propio le viene de la palabra. La palabra Religio es una palabra
romana, latina. Ello define todo un campo significacional únicamente
accesible a quienes han formado su inteligencia y espíritu en la lengua latina;
y acaso concebible siquiera o intuida en alguna de sus formas externas, para
quienes han adoptado la lengua latina como su segunda lengua.
Esto último me trae a la memoria una anécdota; una de
esas que se contaban, en mis años de universidad, al modo de leyendas urbanos,
mitos construidos en torno a grandes filósofos que se transmitían de profesores
a estudiantes, y de estudiantes a otros estudiantes sin la voluntad de
certificar mucho la fuente, de cerciorarse en algo sobre la legitimidad de la
información. Recuerdo en mis primeros años de universidad se discutía mucho
en torno a un pequeño libro polémico que versaba sobre la relación entre Martin
Heidegger y el Nazismo. El autor era un académico chileno de la
universidad libre de Berlín, el Señor Víctor Farías. En esos días
recuerdo que alguien hizo circular una curiosísima anécdota sobre la relación
que hubo entre Farías y Heidegger en los años que el primero habría sido alumno
del segundo. La anécdota versa más o menos así: siendo Farías alumno de
Heidegger se dirigió un día a él con el borrador de una traducción al
castellano de Ser y Tiempo que estaba preparando. Heidegger lo habría entonces
mirado inquisitivamente y casi como si le estuviera reprendiendo le habría
dicho: “si usted quiere leer a Platón usted aprenda griego; si usted quiere
leer a Heidegger usted aprenda alemán”. Verdad o no, ficción o realidad,
lo cierto es que la “supuesta” respuesta de Heidegger ante el “supuesto”
requerimiento de Farías, hace mucho sentido y es concomitante con lo que se
conoce de la filosofía de Heidegger. Uno podría parafrasear esto y decir:
“si uno quiere comprender lo que es Religio uno aprende latín”. Y es que
las lenguas definen mucho más que meros campos comunicacionales. La
lengua es expresión del espíritu de un pueblo y en cuanto tal determina y
estructura el campo significacional (la Weltanschauung) de la gente que la
habla. Es, junto a la sangre y a la tierra, un tercer y determinante
elemento a través del cual podemos reconocer a un pueblo. Las categorías
de una lengua dotan de un determinado sentido al pueblo que la habla; de tal
modo que no da lo mismo hablar una lengua que hablar otra. La palabra
Religio es una palabra latina, surgida en el dominio de la romanidad; hace
sentido únicamente a la gente que la habla y sólo por aproximación a la gente
que aprende esa lengua en una segunda instancia. El sentido verdadero de
la palabra le es vedado a quien ignora la lengua de la que proviene esta
palabra. La palabra “religio” define al romano como la palabra
“filosofía” define al griego. Los alemanes tienen una palabra que sólo
ellos entienden: “Geist”. Nosotros traducimos esa palabra por
“espíritu”. Pero de “Geist” a “espíritu” hay, en verdad, un abismo
semántico inmenso. Si uno piensa que traduciendo “Geist” por “espíritu”,
en todos los casos, ha logrado en algo agenciarse parte de lo que se quiso
realmente decir en alemán, tiene que ser en verdad alguien muy iluso.
Pues la lengua está en el centro de la cosmovisión de un pueblo: vemos el mundo
según la lengua que hablamos, ella estructura y dota de sentido nuestro
horizonte de comprensión.
Cuando los romanos, que habían inventado la Religión, se
toparon por primera vez con los cristianos, no vieron en ellos nada que
semejase en algo a la religión. Los romanos, entonces, sabían mejor que
nadie lo que era una religión, y jamás se les pasó por la cabeza inscribir en
el registro de lo religioso a los cristianos. Cuando tuvieron por primera
vez noticias de esta secta marginal hablaron inmediatamente –y casi de un modo
intuitivo, pero apegados también a la tradición- de superstitio.
En efecto, los primeros romanos que tuvieron conocimiento del cristianismo le
calificaron como una superstitio, esto es, como una superstición, no
como una religión. Y así fue por casi doscientos años. Hasta que
Tertuliano, filósofo cristiano, en plena época de la decadencia de Roma, y en
forma totalmente arbitraria, decidió usar para el fenómeno del cristianismo el
apelativo de Religión. Pero eso no cambia en nada los hechos
originales. Cuando los romanos se toparon por primera vez con los
cristianos no reconocieron en ellos una Religio, sino una superstitio. Y
ello, pese a toda la desnaturalización que se ha hecho del término “religión”,
no deja de ser, aún hoy, una profunda y auténtica verdad. El cristianismo
no es una religión, el cristianismo es una superstitio. Y no es una
religión porque los dos aspectos fundamentales de toda religión posible están
ausentes en el cristianismo: la sangre y el suelo. Para los romanos de
los primeros siglos, por ejemplo, la idea de una religión universal habría sido
inconcebible: una verdadera contradicción en los términos. Además una
religión centrada en un conjunto de dogmas y creencias no habría estado muy
ajena a la ridícula idea de una competencia deportiva centrada en composiciones
literarias o ecuaciones algebraicas.