(Tanteos varios sobre la
Herejía del Espíritu Libre)
Por Hyranio Garbho
(escrito la primavera de 1992)
Herejía del Espíritu Libre)
Por Hyranio Garbho
(escrito la primavera de 1992)
En el año de 1112 un hombre llamado Tankelmo
declaró, en la ciudad de Utrecht, ser dios.
Se sabe que predicó con gran éxito en muchas ciudades cercanas al valle
del Rhin -Brabante, Flandes, y la propia Utrecht-, pero se dice que fue en Amberes donde finalmente se estableció con su propia iglesia.
Todos los
investigadores coinciden en presentar a Tankelmo como un orador elocuente,
brillante, hermoso; un hombre cuya apariencia, se afirma, habría sido más
propia de un ángel que de un ser humano.
Y no era para menos: después de todo, este hombre estaba
convencido de su divinidad.
Muchos podrían sorprenderse hoy con semejante
historia. Pero lo cierto es que Tankelmo
no es, ni con mucho, el único caso de este tipo que se presenta en toda la Edad
Media. La historiografía moderna
registra fácilmente muchos otros episodios en los que simples predicadores (o,
en muchos casos, monjes o ex-monjes) declararon ser dioses o hijos de dioses o
encarnaciones de la divinidad.
Piénsese, por ejemplo, en Aldeberto (siglo VIII), o en Eún de Stella
(siglo X); o en los místico de la herejía del Espíritu Libre; y escrútese,
luego, hasta qué punto el pathos mesiánico dominó la Europa medieval. Innumerables movimientos heréticos, desde los
amaurianos, los euquitas y el sufismo español del siglo XIII, pasando por los
begardos y las beguinas de los siglos XIV y XV, hasta los mismísimos ranters de
la Inglaterra del siglo XVII, se
refugiaron en la creencia de que la divinidad no era ajena al alma humana; y de
que, en realidad, todo hombre podía llegar a ser dios.
De todos modos, el conocimientos de estos
hechos no nos autoriza a pensar que haya habido, en efecto, muchos dioses; pero
nos permiten, eso sí, advertir que la relación entre los hombres y la divinidad no fue, en toda época, la misma. En otras palabras, que lo que los hombres
entendieron por dios en otro tiempo no coincide necesariamente con lo que los
hombres entienden hoy por dios.
Pero ¿cuál es el significado probable de la palabra
dios para el hombre medieval? ¿Existe, en realidad, algún correlato
exterior, al que sea legítimo designar con ese vocablo? En la Edad Media, una de las herejías del
Espíritu Libre, los así llamados "begardos", asociaron el término "dios" más que a una entidad separada de este mundo
y de los hombres (forma como tradicionalmente se ha entendido a dios), a una
posibilidad dormida en cada uno de los seres humanos. En efecto, cada uno de los hombres podía
llegar a ser dios; y de hecho, fue, precisamente aquello, lo que cientos de
begardos proclamaron con celo, a lo largo de la alta Edad Media. Pero, ¿Qué era exactamente lo que ellos proclamaban ser cuando se
pensaban a sí mismos como dioses?
Hacia comienzos del siglo XIV Margarite
Poret, una beguina adepta al Espíritu Libre definió la doctrina de los begardos
en un libro titulado "El espejo de las almas simples". Por
este escrito ella fue quemada viva en la hoguera. El libro, dirigido, básicamente, a los sutiles
de espíritu, esto es, a aquellas almas en las que habita la posibilidad
permanente de llegar a ser dioses, está escrito en un lenguaje esotérico que define el camino de la autodeificación.
Pero también, este es un libro en el que se transparenta un nuevo modo de
concebir la divinidad. Estas ideas
comenzaron a cobrar forma hacia comienzos del siglo XIII entre los estudiosos
de la universidad de París. Se sabe que
entre los muros de dicha universidad tuvo origen el movimiento amauriano, una
entidad compuesta, a lo menos, por cuarenta miembros, entre ellos, algunos
teólogos, clérigos y filósofos, que a instancias del pensamiento de Amaury de
Bène, configuraron la primera forma de herejía del Espíritu Libre, conocida
hasta entonces en Europa. La herejía se
extendió, a partir de allí, por todo el continente; pero fue principalmente en
Colonia donde tuvo su más amplio arraigo.
¿Quienes eran los adeptos al Espíritu
Libre? No es fácil responder a esta
cuestión. Los adeptos a esta herejía
eran hombres de muy variada naturaleza, pero que compartían la sensibilidad
común de creer que eran dioses vivientes.
En rigor, no formaron nunca una comunidad o entidad al modo como estamos
acostumbrados a ver. Más bien, se
trataba de grupos dispersos que florecieron en toda Europa, entre los siglos
XIII y XVII, y que participaban de una manera similar de comprender la
vida. El punto en común en todas estas
herejías residía en su manera particular de concebir a dios y por sobre todo de
pensarse ellos mismos como dioses.
En pocas palabras, ser dios, para ellos, era
sinónimo de una libertad de pensamiento y acción, sin límite ni restricción
alguna para quien ha alcanzado dicha condición.
Pues no se nace dios, así, simplemente, sino que se llega a ser dios por
medio de un camino de autodeificación que no cualquiera es capaz de seguir (¿será este camino la Via del Diamante?).
Por lo pronto, esta cuestión de una libertad absoluta (esto es,
de una libertad con mayúscula) no es, tampoco, algo aconsejable para cualquier
ser humano. Pues, en rigor (y aún cuando
insistamos en engañarnos pensando lo contrario), no es para nada fácil ser
libre. Más aún, no hay cosa más difícil
que ser libre. Los adeptos al Espíritu
Libre, de hecho, establecían una diferencia (que, en todo caso, sostienen, es
la única diferencia que existe, en realidad, entre los seres humanos): ellos
hablan de los groseros de espíritu y de los sutiles de espíritu. La libertad total, que para los adeptos al
Espíritu Libre es la única libertad que existe, sólo es posible para los
sutiles de espíritu, y por lo tanto, sólo éstos pueden aspirar a ser
dioses. Por eso, no es de extrañar que
cuando los begardos (que a sí mismos se piensan como sutiles de espíritu) se
identificaban con la libertad total, se sintieran a sí mismo como dioses; pues
la libertad pareciera estar hecha para seres algo más que humanos, esto es,
para seres sobrehumanos quizás.
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