Por Hyranio Garbho
La palabra Ética deriva de la voz griega ethos y en su significación hace
referencia a la idea de costumbres. Pero este vínculo entre ethos y costumbre es
relativamente tardío: aparece ya con Aristóteles, e incluso un poco antes con
Sócrates. La significación original de
la palabra ethos viene determinada por la idea de morada o lugar dónde se
habita. Esta es, al menos, el
significado del ethos que se conserva aun con Homero. ¿Cómo fue posible, entonces, que esta voz
griega variara tanto su significado en apenas un par de siglos, los que separan
al poeta Homero del filósofo Aristóteles? ¿Existe, acaso, algún vínculo entre
la idea de ‘morada’ y la idea de ‘costumbre’ que justifique, en algún sentido,
esta variación del significado de la palabra griega ethos? Si fuésemos rigurosos con el lenguaje,
cuestión rarísima hoy en día, incluso entre la gente “letrada”, tendríamos que
partir por hacer una distinción entre la voz castellana ética y la voz griega
ethos. Si bien es cierto, esta última
constituye el étimos de la primera, se trata, en realidad, de dos palabras
distintas. La palabra castellana
“ética”, en este sentido, hace referencia más estrictamente a la idea de
“costumbre”. En Aristóteles, el ethos
está más directamente relacionado con la idea de carácter, hábito, modo de
ser. La ética, en este sentido, sería
una parte de la filosofía que aborda el estudio de estos modos de ser, de estos
hábitos, de estas costumbres. Es así
como aparece ahora ya nítida esta diferencia entre el ethos y la ética. El ethos pareciese ser el objeto de estudio
de la ética: la sustancia de que se ocupa la reflexión filosófica cuando se piensa
a sí misma en los límites de la reflexión ética. Pero ello, contrariamente a sustanciar una
objeción a la ética, como disciplina vuelta hacia las nociones de morada o
residencia, la refuerza en esta dirección y la libera de las clásicas incomprensiones,
los dogmas académicos a los que estamos tan habitualmente acostumbrados.
Entre la idea de ‘morada’ y la noción de
‘costumbre’ se tiende un puente que no es nada difícil de reconstruir. La morada, la residencia, supone un lugar en
el espacio habitado, y por tanto, constituye la condición sine qua non del habitar.
Se habita únicamente en la medida en que hay una morada, una residencia;
y esto es sólo posible en razón que exista un suelo, una tierra en que
construir la morada. Así, la tierra posibilita la morada y la morada es la
condición sine qua non del habitar.
Ahora bien, el habitar genera hábitos y los hábitos son la sustancia que
constituye a la costumbre. De este modo es fácil ver cómo se puede ir de la
morada a las costumbres. El camino que
lleva de un concepto al otro es diáfano y no dificulta el entendimiento. Otra cosa distinta es, por cierto, su
comprensión.
Para ello, el primer concepto que se nos impone
en esta nueva nomenclatura es la noción de ‘tierra’. El ‘morar’ la consulta como su condición
necesaria y suficiente. No es posible
morar, y por tanto, generar un ethos, si no hay una tierra, esto es, si no se
conserva para sí mismo y para quienes le rodean, ese lugar preciso en el que
echar raíces y guarecerse. Para el griego
antiguo, y luego para el romano de los primeros años de la república, esa
tierra supone un lugar harto concreto: es el espacio que usa para la
construcción de su casa, es la tierra que constituye el presupuesto de su
Patria. Que nadie se confunda en este
respecto. La morada, el ethos, no es
ninguna cuestión abstracta. No es una
patria en el alma del hombre, ni es un espacio imaginario en la mente de algún
individuo. A decir verdad, todas estas
presunciones ‘mentales’ (psycho thing) son más bien características del mundo
moderno. El hombre antiguo es mucho más
concreto de lo que a veces nos es permitido advertir. En este caso su tierra, su patria, su morada
no supone ninguna abstracción de su mente: en ello basa el hombre antiguo su
salud mental. Su tierra es la que tiene
en frente, aquella que puede labrar y de la que espera el fruto de sus
cosechas. Es también la tierra visible
donde construye su morada y la tierra que habitan sus hijos y que en otro tiempo
habitaron sus antepasados. Es por último
la tierra que habitan sus paisanos, los hombres y mujeres que forman parte de
su pueblo, y que en el mundo antiguo comparten con él algo todavía más preciado
que ese tierra concreta que habitan, que ese mundo de significaciones comunes y
experiencias parecidas.
La tierra es, por tanto, el primer presupuesto
de la morada, la condición de posibilidad del ethos. Pero el vínculo entre el ethos y la tierra es
todavía más complejo de lo que hemos expuesto hasta aquí. El morar la tierra, el habitarla, no es
simplemente ocupar un lugar en el espacio.
El vínculo que une el ethos a la tierra no es un hecho intelectual, sino
orgánico. No depende de las premisas de ningún filósofo (como la ideología
marxista que siempre fue un hecho más mental que real, y, por tanto, una de las
tantas tiranías del pensamiento moderno), sino que surge de la experiencia y la
inserción directa en el acontecer natural de las cosas, el hecho inescrutable
de hallarse integrado en un orden de sentido que toma a la naturaleza como
paradigma del acontecer. Así, el vínculo
del ethos con la tierra determina un nudo mágico que liga al ser humano con la
naturaleza y que lo hace formar parte de un sentido que es orgánico en cuanto
tiene estructura y está vivo; corre por las venas de todos cuantos forman parte
de una tal comunidad. Por esta razón, la
relación que une el ethos a la tierra genera un vínculo que determina al
individuo, modela el ser; y posiciona en el mundo. A partir de ese momento, somos según esta relación con la tierra que habitamos y vemos según ese entorno, ese paisaje,
ese clima que desarrolla nuestro in-der-Welt-sein.
La tierra que habitamos modela nuestro ser;
el paisaje que constituye nuestro entorno determina nuestra mirada. Así, de la relación ethos-tierra resulta que
somos, vemos y comprendemos el mundo de un modo determinado: de ese vínculo
natural, mágico y orgánico surge una Weltanschauung, una cosmovisión que es
expresión de lo que somos en esencia, en relación con la tierra que habitamos y
el paisaje que constituye nuestro entorno. Ello nos pone de inmediato ante la
siguiente perspectiva: si el ethos tiene como presupuesto la tierra y esta
tierra es, en cada caso, única, no sería legítimo, por tanto, hablar de un
ethos universal. Sólo en la mente
moderna, y como fruto de una pura especulación filosófica, podría el hombre
postular seriamente la hipótesis de un ethos universal. Pero, ciertamente, para nosotros, eso no es
más que una pura psycho thing; esto
es, una pura abstracción que da cuenta de lo profundamente desarraigado,
enfermo y desquiciado que puede llegar a ser el proyecto filosófico
moderno.
El vínculo que une el ethos a
la tierra nos revela que todo ethos es local, no universal; y que, por tanto,
el ethos de un chino no puede ser el mismo que el de un romano, pues, en cada
caso se trata de una tierra distinta, de un paisaje diferente; y de un vínculo
con esta tierra, también, en cada caso, específico. Esto es tan evidente que bastaría con hacer
mención de las diferencias de carácter tan palpables que existen entre personas
que han crecido junto al mar, las que han nacido a las faldas de alguna
montaña, las que han vivido toda su vida en alguna isla, o las que han tenido
como escenario de vida la llanura, la pampa, los hielos eternos, o el desierto,
para demostrarlo. En cada caso, es
innegable que la tierra, el paisaje, le imprimen un sello determinado al
carácter de los individuos y los pueblos; y ese sello, fruto de la relación con
la tierra que se habita, es algo natural y orgánico: no le fue impuesto a nadie
a partir de las abstracciones de ningún filósofo. Y es precisamente en la naturalidad, fluidez
y espontaneidad de estos hechos que reivindicamos allí su salud y su orden de
sentido orgánico.
Dos ejemplos
históricos que ilustran de una manera nítida esta cuestión nos vienen dado por
las diferencias de carácter que distinguen, por una parte, al griego antiguo
del romano, y por otra, en el mundo moderno, al inglés del alemán. En el primer caso, las diferencias entre el
ethos griego y el ethos romano son notables.
Mientras los griegos desarrollaron un ethos mucho más abierto al mundo,
los romanos, en cambio, al principio, conservaron en sus mores un carácter
mucho más reservado y cerrado sobre sí mismo. Los griegos hicieron de la relativización de
las costumbres y de la idea de cambio uno de los pilares de su filosofía y su
sistema político; en tanto que los romanos cimentaron, sobre la idea de la
severidad de sus costumbres y la valoración de la tradición, su sistema moral y
su sentido del orden y del gobierno. El
griego fue mucho más laxo y mucho más permisivo en sus costumbres que el
romano; el griego se permitía, a través de la filosofía y el teatro, cuestionarlo
todo, relativizarlo todo. No fue, por
tanto, una casualidad, que la idea del hombre como medida de todas las cosas,
haya surgido de la mente de un griego como Protágoras; el romano, en cambio, valoró
siempre la solidez y rigidez de las costumbres, no su relativización; la
firmeza, el orden, y la disciplina en la acción más que la vaguedad, el caos y
la ausencia del sentido estructurante en el discurso filosófico o en la sátira
dramatúrgica.
Ahora bien, resulta que
el griego antiguo, por poseer, en general, tierras muy poco aptas para la agricultura,
se vio volcado siempre hacia el mar y llegó incluso a desarrollar poderosos
imperios marítimos en Atenas y en Miletos.
El griego fue un hombre eminentemente de mar, mientras el romano fue un
hombre esencialmente de tierra. Por eso
que la idea de Patria es mucho más relativa para un griego que para un
romano. Además, dispersos como estaban
los griegos, en innumerables y pequeñas islas, es claro que la presencia del
mar era mucho más determinante para todos ellos que la presencia de la
tierra. El griego hizo del mar su
principal fuente económica; en tanto que el romano basó casi toda su economía
en el cultivo de la tierra. Estas
diferencias entre tierra y mar van a caracterizar las diferencias entre romanos
y griegos. Simbólicamente la tierra
representa la estabilidad, mientras el mar ha sido siempre símbolo de lo
inestable, de lo que cambia. Esto lo
sabían, por cierto, intuitivamente, los hombres antiguos. El carácter del romano, mucho más ligado a la
tierra, fue siempre un carácter más conservador, más tradicional, más apegado a
las costumbres; el carácter del griego, en cambio, más volcado hacia el mar,
respondió siempre al carácter de un tipo más liberal, más abierto a las
influencias de las ideas foráneas, más predispuesto a la crítica y el
cuestionamiento de su propio sistema de valores.
Una cuestión similar ocurrió, en la época
moderna, entre el carácter del inglés y del alemán. Inglaterra es una isla, y por ello mismo, su
identidad nacional estuvo siempre más ligada al mar. Alemania, en cambio, más ligada a la tierra,
continuó siendo feudal hasta bastante entrado el siglo XX. Mientras los
ingleses basaron históricamente su poderío militar en su armada, los alemanes, en
cambio, lo hicieron en su ejército. Otro
tanto ocurrió con la economía y la política.
Los ingleses fueron pioneros en todo tipo de revolución industrial y
fueron también los inventores de la democracia moderna y del capitalismo; los
alemanes, en cambio, conservaron el carácter agrario de su economía y sólo muy
tardíamente se subieron al carro de la modernidad; la primera democracia
alemana tuvo lugar recién en 1919 tras la derrota en la primera guerra mundial
y duró apenas unos trece años para verse reemplazada por el Tercer Reich. Los ingleses fueron también quienes
promovieron la Revolución Francesa, a través del movimiento cultural del
enciclopedismo inglés que inspiró el enciclopedismo francés; e ingleses fueron
también quienes llevaron a cabo la revolución americana y dieron con ello origen
al caudal de valores e ideas modernas.
Estas diferencias entre ingleses y alemanes pueden también pesquisarse
si se tiene en consideración el carácter que tuvo, entre unos y otros, la
Reforma Protestante del siglo XVI. La
Reforma de Lutero, en Alemania, tuvo un carácter mucho más nacionalista; la
reforma que importó Inglaterra de Ginebra, y que al cabo sería mucho más
significativa que el propio anglicanismo, tenía ese carácter universalista que
permitió a los ingleses en América evangelizar a los aborígenes, lo mismo que
siglos antes había justificado la evangelización católica de los pueblos
originarios de la América del sur. Todo
ello nos lleva a proponer que el carácter inglés tiene mucha mayor inclinación
hacia fenómenos como la democracia, la revolución, el cambio, el universalismo,
etc., por estar más determinado por el mar, lo mismo que los griegos
antiguos. El alemán, en cambio, fue
siempre más apegado a la tradición, a la severidad en las costumbres, a la
conservación de los valores, al sentido de nación, etc., por estar más ligado a
la tierra, lo mismo que los romanos de los primeros siglos.
Estas diferencias entre el mar y la tierra,
entre un ethos de la estabilidad y un ethos inestable –sólo por expresarnos de
algún modo, pues en estricto rigor sólo puede haber ethos si hay estabilidad-
comportan todavía un aspecto que nos es preciso dilucidar. Para ello habría que partir por hacer
mención de algo que, en principio, parece no estar directamente relacionado con
el tema que nos ocupa. En la Retórica de
Aristóteles el ethos aparece como una de las tres formas de persuasión del
discurso. Pero es curioso allí que ethos
suponga esa parte de la persuasión que invoca la confianza del objeto de la
persuasión en quien le persuade con el discurso. Aristóteles dice en la Retórica que para
persuadir el discurso debe apelar a tres distintas dimensiones de la audiencia:
el logos, el ethos y el pathos. Un
discurso que busca persuadir debe ser racional y coherente (logos), pero debe
también inspirar confianza en quien escucha (ethos); y por último, debe apelar
a las emociones de la audiencia (pathos).
El ethos es presentado allí
como el estatismo emocional, en contraposición al pathos que representa el dinamismo emocional. Veremos luego que el
ethos se contrapone al pathos del mismo modo que la tierra es lo otro que el
mar.
La palabra pathos proviene del
griego y está efectivamente referida a las emociones, al padecimiento, a la
idea del sufrir en cuanto esta idea supone el pasar por una emoción: como
cuando alguien puede sufrir una profunda alegría. No se sabe cómo, en algún momento de la
historia de la medicina, el neologismo patología (derivado de las palabras
pathos y logos) comenzaron a utilizarse como sinónimo del estudio de las
enfermedades en general; uso a nuestro entender errado, pues la palabra pathos
siempre dio cuenta de cuestiones anímicas, relativas al estado de ánimo, y no a
cuestiones orgánicas o afecciones de este tipo de naturaleza. Pese a ello, hay un sentido en el que
pareciera ser propio hablar de enfermedad utilizando la palabra patología. Si bien es cierto no hay de modo de
establecer cuándo fue que se estableció este uso de la palabra patología, se
sabe, eso sí, que ya hacia el siglo II de la presente época, había médicos que
la utilizaban con este sentido. Lo
curioso es, en este orden de ideas, saber cómo fue que se asoció la palabra
pathos, que originalmente significa estado de ánimo cambiante, dinamismo
emocional, padecer una emoción, etc., con la idea de algo que está enfermo o la
noción de algo en cuya esencia falta la salud.
Quizá, la razón de esto haya que buscarla en la particular
predisposición anímica del hombre antiguo, en su Weltanschauung o
cosmovisión.
Para el hombre antiguo la
enfermedad es sinónimo de desequilibrio; la salud, en cambio, tiene que ver con
restablecer la armonía que se ha perdido.
Por cierto que lo que diré a continuación es pura especulación: pero si
se afina la mirada, si se templa el análisis, se podrá ver que tiene mucho
asidero. No sabemos por qué, pero
especulamos que la razón por la que el hombre antiguo asoció pathos con
enfermedad viene dada por la predisposición del pathos a provocar
desequilibrios. El pathos es dinamismo
emocional para Aristóteles; el dinamismo emocional es sinónimo de estados de
ánimo cambiantes. Todo ello nos habla de
la inestabilidad en el dominio de las
emociones, lo cual puede muy bien haber sido percibido, por el hombre antiguo,
como sinónimo de enfermedad. Lo
inestable es lo enfermo, por lo que se puede concluir fácilmente que su
contrario, lo estable, es, en el pensamiento antiguo, la salud.
Ciertamente esto supone una ética distinta a
la ética que predomina en el mundo moderno, donde las ideas de cambio,
innovación –todas ellas ligadas a la idea de inestabilidad- parecen gozar de
mucho prestigio. Ahora bien, hay que
hacer mención de un otro hecho curioso en este asunto: el que una de estas
patologías haya sido la enfermedad mental. El loco, que hasta antes del Renacimiento
pululaba entre las gentes “normales”, y se mezclaba entre ellos como uno más,
comenzará a partir del siglo XIV a recibir un trato especial y distinto: la
famosa experiencia de la Stultifera Navis constituye el más célebre ejemplo de
aquello. Encerrados en una nave y
echados al mar sin un plan de navegación y sin nadie que sepa lo más mínimo
sobre cómo navegar un barco, los locos del Medievo eran expulsados de las
grandes ciudades y arrojados al lugar del que se creía intuitivamente que era su elemento, el mar. Ciertamente que este viaje no suponía sólo
deshacerse del loco; tenía también un sentido de purificación de la locura. Lo curioso es que esa purificación era
entendida en términos de hacer volver al loco a su elemento natural, el
agua. Y por ello cabe hacer la pregunta
de por qué el agua fue concebida como el elemento natural de la locura.
Y he aquí que todas las ideas que hemos
venido vertiendo hasta ahora parecen encajar en un sólo concepto, en una sola
idea fuerza: el agua, por su inestabilidad (siempre está en movimiento y el
movimiento parecer la condición sine qua non de su vitalidad, pues el agua que
se estanca se pudre), por su dinamismo, por su profundidad (como el agua del
mar, de los océanos); y por los peligros y el misterio –lo desconocido- que nos
depara, precisamente, su profundidad, pareció siempre ser el símbolo de la
profundidad de las emociones, del dominio inconsciente de la vida anímica, de
aquello que es más patente al loco que al cuerdo; y que, ciertamente, en un sentido
antiguo pudo llegar a ser concebido como principio de desequilibrio,
desarmonía, enfermedad. Esta idea se
refuerza también en la astrología, sistema de asociación entre los astros y las
vidas de las personas y los hechos. Es
curioso ver allí también que el agua es el símbolo de las emociones, el
elemento de los signos intuitivos como el cáncer, el escorpio y el piscis. Pues bien, si el agua es el símbolo de la
inestabilidad, la tierra, en cambio es el elemento de lo estable, y así como el
agua se identifica más con el pathos, la tierra es el símbolo del ethos. Tenemos, por tanto, que la primera condición
para que pueda generarse un ethos, es la Tierra. La tierra fundamenta lo que permanece y lo
que permanece es de la esencia del ethos.
Sin tierra no hay ethos; y no hay, por consiguiente, ni cosmovisión
propia, ni autenticidad de nuestro in-der-Welt-sein. Pero la tierra es únicamente una condición necesaria del ethos; no es,
todavía, por sí sola, una condición suficiente.
Para que haya ethos se requiere, además de una tierra donde morar -y en
relación con la cual generar ese vínculo especial del que terminará brotando
nuestra Weltanschauung y nuestro in-der-Welt-sein-, un sentido de
arraigo, de pertenencia, que siendo relativo a la tierra, incorpora un nuevo
elemento, hasta ahora ausente en el análisis anterior. Ese elemento, controversial por muchas
razones que no corresponde discutir aquí, es la sangre. La sangre unida a la tierra constituyen las
condiciones de posibilidad necesarias y suficientes de toda forma de ethos; y
ambas, unidas, darán lugar a una comprensión del ethos en términos de Religio, religión.
Esta última afirmación podría resultar extraña
para alguien que ha sido educado en el cristianismo. Y con justa razón si se considera que el
cristianismo ha modelado sin contrapesos nuestra comprensión del fenómeno religioso
en los últimos quince siglos. Pero he
aquí que cabe corregir ciertas cosas en honor de la verdad y del rigor
científico. La palabra latina Religio, de la que deriva nuestra voz
castellana Religión, en su
significación lata y originaria, tiene muy poco que ver, o casi nada, con las ideas
que nosotros asociamos hoy al término.
Para ello, baste con estos dos ejemplos que pueden muy bien ilustrar
este asunto. El primero está referido a
la significación de la palabra Religio
en el ámbito de la romanidad, esto es, a su etymos. El segundo, a la impresión que sobre el
cristianismo tuvieron los primeros romanos que conocieron de este
movimiento. Vayamos, pues, al primero de
estos ejemplos.
Existen, al respecto,
tres opiniones diversas sobre el etymos de la palabra Religio: la que une la voz
Religio con el etymos religere, la que lo vincula con el
etymos relegere; y la que lo asocia, finalmente, con el etymos religare. De estas tres, sólo las dos primeras nos
merecen confianza y legitimidad, por estar asociadas al ámbito propiamente tal
de la romanidad; la tercera, en cambio, nos merece muchas dudas, pues no sólo
es tardía en el tiempo, sino que, además, parece ser una invención que se
inicia con el cristianismo y que busca justificar la expresión Religio en la serie de ideas que se asociarán
posteriormente a esta palabra. Ya
hablaremos de esto al final de esta reflexión. Religere
y relegere son, a nuestro entender, los etymos legítimos de la palabra Religio.
Ya explicaremos, también, cómo creemos que pueda ser posible que una
palabra tenga dos etymos distintos en su significación original. Religere
significa propiamente tal escrúpulo. Hace referencia, por tanto, a una disposición
interior “y no a una propiedad objetiva de ciertas cosas o un conjunto de
creencia y prácticas” “En la época clásica –dice Maurice Sachot- la
religio Romana designa ante todo una actitud, hecha de
escrupuloso respeto hacia lo instituido… Por ello se convierte en lo que
fortalece a las instituciones y garantiza su duración, por medio de ese
vínculo, por ese apego del ciudadano a respetar las instituciones de la ciudad”
Esta cuestión nos pone sobre la pista de algo
que hasta ahora se ignora casi en su totalidad –salvo, por cierto, entre
círculos de historiadores, filósofos o especialistas-: el vínculo entre la
Religio y las instituciones de la ciudad, o aquello que propiamente tal hace de
un romano, en el mundo antiguo, ser romano.
La Religio, en su acepción
etimológica, hace referencia a la idea de escrúpulo. Pero no de cualquier escrúpulo, sino, ante todo,
del que cabe tener frente a lo que ha sido instituido en la ciudad, y, por
tanto, engloba un sagrado respeto general hacia la urbe y todo lo que ella
representa. Esta idea de Religio denota ya un carácter
marcadamente local, no universal. Ello
fue lo que llevó a Cicerón, el célebre filósofo romano, a decir sva cviqve civitati religio (cada ciudad
tiene su propia religión).
Tenemos así
los tres aspectos esenciales que supone el concepto original de religio: el
escrúpulo (en el sentido de recogerse, de guardarse, de retenerse ante algo que
se considera sagrado), la ciudad, la urbe, Roma (como el objeto hacia el que se
dirige el escrúpulo de lo religioso y transforma toda forma de religio romana en una actividad social
dirigida hacia los asuntos públicos –los res-publicas-,
legales y de Estado); y el carácter local o nacional que distingue a cada
pueblo según su propia religio, esto es, según la propia relación de escrúpulo
(de respeto, de amor, de cuidado) que prevalezca entre el individuo y las
instituciones (tradiciones, cultos y costumbres) de su país. De estos tres sentidos originales de la
palabra Religio el primero viene atestiguado, como ya lo hemos visto, por el
etymos Religere; el segundo y el tercero se fundamentan en el etymos Relegere. Este segundo etymos de la palabra Religio nos
es, todavía, más legitimo, toda vez que la palabra relegere es la que propiamente tal da lugar a la formación del
sustantivo Religio –la voz latina
Religere forma el sustantivo Relictio y la expresión Religare (famosa
únicamente a causa del cristianismo) forma el sustantivo Religatio (que se
aparta ostensiblemente de las dos primeras)-.
Pues bien, la palabra latina relegere
es un derivado del verbo legere, lego, que significa, entre otras cosas,
leer, pero principalmente, su significación es la de recoger, reunir,
recolectar. ¿Recolectar, recoger
qué? Recoger espigas, uvas, frutos del
campo y de las cosechas. He aquí que la
expresión lego, en su sentido original,
hacía referencia a una actividad del campo propiamente tal, a un “hacer” ligado
a la tierra. En su sentido más
primitivo, Religio deriva de lego, relego, relegere. Esta es la etimología que propone, al menos,
Cicerón. Pero en Cicerón relegere significa también tratar un
asunto con diligencia, con escrúpulo. De
ahí que el sentido de lo escrupuloso quede también integrado en este etymos del
relegere. Pero en su acepción más fuerte relegere está vinculado a los otros dos
sentidos originales de la palabra Religio: el que dice relación con las
instituciones de la ciudad y el que se vincula al carácter local de esas
instituciones. Las instituciones de la
ciudad no son otra cosa que todo aquello que se ha instituido a lo largo del
tiempo; por lo que, cuando hablamos de esas instituciones estamos haciendo
referencia a aquello que ha permanecido, que ha logrado cristalizar en
costumbres y tradiciones; y que, por lo mismo, también, constituyen hoy el
fundamento de lo que son nuestras leyes, nuestra cultura, nuestro patrimonio
patrio. Las instituciones de la ciudad,
tratándose de Roma, son sus costumbres, sus tradiciones, su derecho romano, sus
dioses, su Re-pública. Ese es el
sentido fuerte de la expresión Religio
Romana; y es ese sentido el que nos viene dado por el propio testimonio de
un filósofo romano, Marco Tulio Cicerón.
La idea de que la palabra Religión deriva de la palabra Religare –cuyo
sustantivo legítimo forma la palabra Religatio y no Religio- se la debemos a un
filósofo cristiano del siglo IV (o sea, por lo menos, 350 años después de
Cicerón y en una época en la que ya, prácticamente, Roma no existe) de nombre
Lactancio. Esta etimología fue muy
probablemente propuesta con el ánimo de justificar algo, que en tiempos de
Cicerón, habría parecido un notable contrasentido: esto es, el hecho tan común
en nuestros días de concebir al cristianismo como una religión. Por esa razón nos parece de poco valor
revisar una etimología tan evidentemente arbitraria, que fuerza el sentido
original de un término para hacerlo coincidir con un conjunto de creencias y
prácticas originadas en otros suelos lingüísticos, en otras concepciones del
mundo y de la vida.
Pero ¿qué relación es la que vincula al ethos
con esta idea de la religión (extraída de su significación etimológica en el
espacio de la romanidad)? Sostenemos, en
este sentido, que el ethos griego no es algo muy distinto de la religio romana:
más aún, lo que designamos como ethos griego es, en esencia, lo mismo que la
religio romana. ¿Cómo puede esto ser
posible? La religio romana hace
referencia, en su sentido más primitivo, a una actividad que se realiza,
propiamente tal, en el campo. Religio es
relegere y relegere deriva de legere, de lego.
Lego es recolectar, recoger las espigas, los frutos del campo, de la
tierra. El campo romano es el fundamento
de lo que después será la ciudad de Roma.
Es en el campo donde los romanos forman su carácter, sus costumbres, sus
tradiciones, y las instituciones que algún día harán grande a la urbe de Roma, a
la ciudad. Es en relación con esa tierra
que cultivan en los campos de Roma, que se irá forjando el sentido de la
Religio Romana, las instituciones a las que posteriormente el romano deberá
sagrado y escrupuloso respeto. Pero este
escrúpulo, este respeto por lo que son las tradiciones y las costumbres de Roma
que brotan de su tierra se completa, únicamente, en el vínculo que une todo
esto a la sangre romana, a la sangre de los padres fundadores de Roma, a
aquellos que fundamentarán el posterior patriciado. El ethos surge cuando hay un vínculo entre la
sangre y la tierra, entre la sangre y el suelo; la religio es el vínculo entre
la sangre y el suelo.
Cuando Cicerón definía la Religio como el
sagrado respeto a lo que son las tradiciones y las costumbres de Roma, la
escrupulosa diligencia a conservar las instituciones y la estructura del
Estado, etc., lo que estaba en juego allí era la conservación de Roma, de su
sangre y de su suelo. Esto merece más de
una explicación. Sabido es que en la
antigua Roma existían dos clases sociales muy bien diferenciadas: los patricios
y los plebeyos. Y digo “sabido es” como
de un modo de expresarse, simplemente, porque si se cree que se trataba de dos
clases sociales (idea inculcada por el marxismo y enseñada hasta el presente
como si se tratara de la verdad) se comete un error de apreciación grave y una
falta de rigurosidad significativa.
Clases sociales, propiamente tal, es lo que se verá aparecer en el mundo
moderno con el advenimiento del capitalismo y las formas modernas de producción
económica. Entre Patricios y Plebeyos
las diferencias no son de carácter social (de hecho, sorprendería saber de la
cantidad de plebeyos que en la Roma antigua poseían mayores riquezas que los
mismos Patricios). Lo que diferencia a
los Patricios de los Plebeyos viene determinado por la sangre (razón por la que
incluso hasta poco después de la redacción de las doce Tablas todavía seguía
prohibiéndose el establecimiento de matrimonios cruzados entre Patricios y
Plebeyos). Los Patricios eran quienes
portaban la sangre de los Padres fundadores de Roma, sus descendientes
legítimos. Es en ese vínculo natural (no
artificial) que basaban su pertenencia a un grupo humano y sus derechos sobre
esa tierra que era Roma. Los Plebeyos,
en cambio, eran los extranjeros. La
lucha, por tanto, entre Patricios y Plebeyos, no es una lucha social entre
quienes tienen privilegios económicos y quienes no (como intentó hacérnoslo
creer Marx); sino, más bien, una lucha entre quienes son muy consciente de la
sangre que portan (los Patricios) -y su legítimo derecho a querer conservarla-
y quienes no poseen la calidad de ciudadanos precisamente por no portar esa
sangre y no ser descendiente de los padres fundadores de la ciudad. La Religio romana data de esta época de los
orígenes de Roma, en los que la sangre y el suelo fundamentan el ser romano,
más allá de cualquier considerando artificial.
Las mores romanas, las costumbres y las tradiciones de la ciudad que
luego invocará Cicerón, al hablar de Religio,
no son otras que las que cristalizaron en este época de los comienzos de
Roma, época en la que se fundamenta su grandeza y que comenzará a debilitarse y
desvirtuarse desde los tiempos de la igualdad de los derechos civiles entre
Patricios y Plebeyos (siglo IV a.E.C.).